«¡Veinticinco años! ¡Qué cosa más extraña que la de haber vivido y sentirse tan lejos de un tiempo que aún reputamos como presente! El tiempo no es sino el espacio entre nuestros recuerdos». Amiel.
«La generación de los viejos se había pasado la vida hablando de las ‘nieblas germánicas’. Lo que era pura niebla era sus noticias sobre Alemania. Comprendí que era necesario para mi España absorber la cultura alemana, tragársela –un nuevo y magnífico alimento–». Ortega y Gasset.
Veinticinco años se cumplen de la reunificación de Alemania tras la caída del Muro de Berlín. Y tal efeméride coincide con unos tiempos convulsos en los que esta nación tiene un protagonismo indudable. Como alguien acaba de escribir, ahora ‘la dama de hierro’ no está en Inglaterra, sino en Alemania. Ahora también resulta que se cae otro mito, el de la seriedad y el rigor de sus empresas y gentes. Y se cae con toda la escandalera generada por el fraude de la fábrica Volkswagen. No somos nada, oiga.
¡Cuánta omnipresencia de este país en nuestras vidas! Me conmueve recordar el Berlín, aquel juego en el que una bola plateada debería sortear un montón de agujeros y curvas para llegar a la meta que era la capital alemana. En no menor medida, me estremece releer las cartas que el joven Ortega le escribió a Unamuno desde Alemania. ¿Cómo no recordar, asimismo, al Goethe del que tanto y tanto escribió el propio Ortega? ¿Cómo no tener presente la obra de Gaos, sobre todo la que guarda relación con sus traducciones de Husserl y Heidegger? Y, siguiendo con los nuestros, resulta insoslayable hablar también de Wenceslao Roces, pésimo traductor de Hegel y Marx, según Semprún, y personaje de una agitada y oscura biografía, que empezó siendo uno de los hombres de confianza de Unamuno y concluyó su vida política como senador por Asturias tras las elecciones del 77.
¡Cuánta omnipresencia! Lecturas que nos marcaron generacionalmente, sobre todo, ‘El lobo estepario’, de Hesse. Y aquel Muro que, por fin, fue derrumbado. Aquel Muro que marcaba claramente las fronteras entre las libertades y la tiranía, Aquel Muro que a unos cuantos no se les cayó y que nunca quisieron ver. ¡Ay, aquel Muro!
Y, tras aquel derrumbamiento, la reunificación. Y, ahora a los veinticinco años de todo aquello, las fronteras siguen y las alambradas, también. Ahora resulta que son los países europeos del este, los que sufrieron la tiranía de un sistema totalitario que fue idealizado incomprensiblemente por no pequeña parte del mundo intelectual, quienes más reparos ponen a la hora de acoger refugiados. ¡Qué cosas!
En efecto, ¡cuánta omnipresencia de Alemania! Allí tuvo Felipe González su principal maestro y valedor en el ámbito internacional. Allí tuvo lugar aquel proceso que conmovió al mundo. Allí conoció Hannah Arendt muchos de los horrores que la llevaron a escribir sus memorables libros, paradójicamente, discípula de Heidegger, filósofo que tuvo algo más que flirteos con el nazismo.
En efecto, ¡cuánta omnipresencia de Alemania! ¿Y qué decir de Nietzsche, cuya presencia en nuestra literatura contemporánea está maravillosa y rigurosamente consignada en un libro de Sobejano?
Alemania, sí, Alemania. Un idioma tradicionalmente muy poco conocido en España. Una filosofía de obligado tránsito. Unos acontecimientos históricos que tantas y tantas veces marcaron un antes y un después en el devenir de la humanidad.
Alemania reunificada, con su dama de hierro al frente. La Alemania de Goethe, de Wagner, de Nietzsche. La Alemania de los horrores. La Alemania del Muro. La Alemania de la memoria, no siempre inocente, es decir, la de Günter Grass.
Alemania y nosotros. No es una historia tórrida esta relación, ni puede serlo. Pero sí es insoslayable y de obligado conocimiento, no siempre de tan obligado reconocimiento.