Elegimos todo lo que somos, y somos eso que elegimos» (Sartre).
Pablo Iglesias planteó en su momento una dicotomía de serial inglés entre los de arriba y los de abajo. Más tarde, haría suyo el título de una conferencia con la que Ortega hizo su puesta de largo en la vida pública, allá en 1914: «Vieja y nueva política». Y, tras mostrar sus reticencias a las categorías clásicas de izquierda frente a derecha, o viceversa, ahora se erige en la referencia de la ‘nueva’ socialdemocracia. Habría que preguntarse si de verdad la socialdemocracia se quedó ‘vieja’, o si, más bien, la abandonaron González, Blair y compañía. Y, en segundo término, no vendría mal un poco de realismo. ¿Se considera don Pablo un profundo pensador capaz de renovar una ideología clásica? Para ello, sería del caso ofrecer un discurso doctrinal, que no doctrinario, a la altura de las circunstancias.
Por su lado, Izquierda Unida, ante el riesgo de seguir retrocediendo electoralmente, optó por coaligarse con el partido de Iglesias. Triste sino el de una IU que tiene que hacer de muleta de alguien, o del PSOE, como viene siendo el caso de Asturias, o de Podemos en la campaña que arrancará esta noche.
¿Y qué decir del PSOE del señor Sánchez? Bien sabe don Pedro la amenaza que tiene sobre sí, en el supuesto de que en junio deje de ser la segunda fuerza política del país. ¿Qué decir de un PSOE que, tras haber abandonado sus señas de identidad, su legado ideológico, ya en tiempos de González; que, tras haber incurrido en un pensamiento blando y en continuos bandazos en tiempos de Zapatero, no sólo no sale de una dinámica de decadencia en los resultados electorales que viene cosechando, sino que además su falta de credibilidad a la que, otrosí, contribuye no poco su vieja guardia, prosigue su espiral?
En cuanto al partido del señor Rivera, sigue teniendo dificultades para romper las inercias de una gran parte de la masa de votantes más proclive al PP. Y, por otro lado, en unos tiempos de crisis y desigualdades crecientes, algunos de sus planteamientos económicos espantan a potenciales votantes más o menos moderados que no pueden verse identificados en un partido como el PP, cada vez más enfangado en escándalos, y que no abandona ni lo rancio ni lo reaccionario. O sea, por un lado, Ciudadanos no parece que vaya a ganarle mucho terreno electoral al PP. Y, por otra parte, parece que el PSOE perderá más votos frente a Unidos Podemos que ante la formación naranja.
¿Y el PP? Aquello que Ortega planteaba, con irritación, acerca de que la vieja política de hace cien años descansaba en la consigna que sigue. «En España, nunca pasa nada», lo hace cada vez más suyo el partido conservador, especialmente don Mariano. Y esto es así hasta extremos peligrosos, no sólo para el país, sino también para el futuro inmediato del propio partido. ¿Cómo pueden tener cuajo para comparecer sin sonrojo ante el electorado, tras tanta trama de corrupción y tras las escandaleras que no cesan? Puede que en España nunca pase nada, hasta que ello deje de ser así, hasta que el hartazgo se lleve muchas cosas por delante. Antecedentes históricos los hay. Otra cosa es que no se quieran ver.
Paupérrima cosmética para una campaña electoral que está a punto de arrancar. En el país en el que casi todo estuvo por encima de nuestras posibilidades, los discursos de las principales fuerzas políticas comparecientes están muy por debajo de lo que aquí y ahora se necesita.