«En esencia, los reformistas eran socialdemócratas con un matiz fabiano. Siguiendo el espíritu de Costa, hacían hincapié en la reforma agraria, la tolerancia religiosa, la democracia parlamentaria y la educación laica» (Rockwell Gray).
Madrid, 22 de agosto de 1936. España llevaba poco más de un mes de guerra y la barbarie no cesaba. Ese día se dio muerte a Melquiades Álvarez, que había nacido en el mismo año que Unamuno. Como escribí en más de una ocasión, el tribuno asturiano es el político más significativo de la llamada generación del 98. Su partido, el Reformista, que se fundó en 1913, fue el principal vivero del republicanismo. Su partido fue la referencia, entre otras muchas cosas, de una Asturias que estaba entonces en la vanguardia de España, de una Asturias que vivía los esplendores de la modernidad que traían los indianos, de una Asturias en la que Clarín no sólo llegó a ser la figura más importante de la edad de oro de nuestra Universidad, sino que además representó el principal faro de modernidad en la España de su tiempo.
Aquel 22 de agosto, unos desalmados y desaprensivos acabaron con la vida de un personaje público que había despertado la admiración de la mejor España de su tiempo, desde Galdós, que elogió sus dotes oratorias, hasta la generación de 1914, ya que, Azaña, Ortega, Pérez de Ayala y otros intelectuales de su tiempo militaron en el Partido Reformista.
Pocos días antes de su asesinato, se le sugirió que se refugiase en la casa de Sebastián Miranda en Madrid. En aquella capital de España, caótica ante los desórdenes y la sangre, el horror se dio cita. Azaña se hizo eco en sus “Memorias”, de aquel tremendo crimen. Indalecio Prieto dio muestras de desesperación. En aquella España en guerra, lo incontrolable asumía un protagonismo indeseado. No era la España republicana. Era la España en guerra, en la que la violencia tampoco resultaba una característica aislada de nuestro país. Era un mundo de extremismos y odios. la vieja Europa también estaba enloquecida en su mayor parte.
En el 80 aniversario de la muerte de Melquíades Álvarez, son muchas las consideraciones importantes que habría que hacer, empezando por la trayectoria del tribuno gijonés, siguiendo con el significado de la Asturias de su tiempo, de la que el líder Reformista fue su epítome más destacado, continuando por la tragedia que vivió este país durante la guerra civil y concluyendo con el desconocimiento que hay sobre su figura.
En 2012, tuve el honor de coordinar unas Jornadas en el Ateneo Jovellanos de Gijón acerca de Melquíades Álvarez, en la que, entre otras personas, intervinieron su nieta, Sara Álvarez de Miranda, así como Leopoldo Tolivar. Convendría insistir en una convicción que se compartió aquellos días, la convicción de que estamos hablando acaso del personaje histórico más importante de Gijón después de Jovellanos.
A estas alturas –perdón por la perogrullada-, carece por completo de importancia que estemos en mayor o menor medida de acuerdo con los distintos planteamientos ideológicos que sostuvo Melquíades Álvarez a lo largo de su vida. Lo que en verdad cuenta es muy distinta cosa: relacionar la figura del tribuno con la Asturias de su tiempo que, insisto, estaba entonces en la vanguardia de España, y rescatar del olvido su enorme y profundo significado, estrecha y trágicamente vinculado a un momento histórico que no debemos renunciar a conocer.
En el 80 aniversario de la muerte de Melquiades Álvarez, hay que asomarse a un momento histórico en el que el horror se apropió de la vida pública española, un horror que, repito, no fue exclusivo en nuestro país, un horror que acabó con la mejor España y con la mejor Asturias. Un horror al que hay que mirar cara a cara como el personaje lorquiano a la muerte.
Padre de la República, orador brillante, abogado de prestigio, figura gigantesca de una Asturias y de una España que se encontraron con la tragedia, una tragedia que también reclama su catarsis, desde el conocimiento, desde la verdad.