«El tango es un pensamiento triste que se baila». Enrique Santos Discépolo.
«El tango nos da a todos un pasado imaginario, todos sentimos que, de un modo mágico, hemos muerto peleando en una esquina del suburbio». Borges.
Ahora –¿quién nos lo iba a decir?– es Borges quien nos mete de lleno en una referencia musical de la que nunca hemos salido. Hablamos del tango. No deja de ser paradójico que el literato más anglosajón en lengua castellana se ocupe de algo tan argentino, tan arrabalero, tan ajeno en su origen a lo que fueron las fuentes borgianas. Pero, ante todo y sobre todo, más allá de lo que puedan decir los expertos en el tango, lo que constituye un auténtico regalo al público lector es la palabra de Borges, provocativa, ingeniosa, irónica, sutil. Y, más que ninguna otra cosa, genial.
A vueltas –nunca mejor dicho– con el tango, con «el pensamiento triste que se baila», según acertó a decir Discépolo. A vueltas con una creación musical genuinamente argentina que, sin embargo, se universalizó en París. A vueltas con unos acordes que, tan pronto los oímos, no podemos no imaginar un baile, sí, un baile.
Un baile con la garra de lo desgarrado y desgarrador. Un baile donde la sensualidad es la cera que arde, donde el deseo se desparrama como lava volcánica. Un baile contra el mundo, contra el tiempo, contra la realidad. Un baile donde el deseo lo acaba apoderando todo. Un baile cuya atmósfera resulta tan poderosa que aísla a sus protagonistas, entregados a una danza del deseo. Un baile donde ese mismo deseo se convierte en la versión musical de ese Grito con mayúscula que en su momento nos regaló Munch. Es ‘El Grito’ del Arrabal.
A vueltas con el tango. Piernas infinitas de la bailarina. Miradas encendidas e incendarias entre quienes lo bailan. Medias que cristalizan muslos de ensueño. Tacones que se deslizan por lo tórrido. Brillo de un parqué o de unas baldosas por el que los pies de quienes bailan recorren un itinerario que los lleva al delirio y al frenesí.
Y, en el fondo, un lamento, una protesta, un chillido, un desgarro, un malestar, una rebeldía, un cabreo infinito, que se conduce musicalmente, que va y viene del deseo más rompedor.
A vueltas con el tango. Una mujer y un hombre escenificando una de las grandes creaciones musicales que, con independencia de sus orígenes, se hizo universal. Un lenguaje único, distinto y distintivo.
En este libro inédito de Borges, que recoge sus conferencias sobre el tango, se habla –y no muy favorablemente– de Carlos Gardel, el que, según los argentinos, «cada vez canta mejor». Seguro que habrá teorías que se opongan a lo que Borges opina de «Carlitos». Seguro que, en la trayectoria del tango, hay puntos de inflexión que se nos escapan a quienes no estamos empapados de erudición al respecto. Pero, en todo caso, es una delicia leer a Borges y recordar esa creación suprema que es el tango.
¿Cómo olvidar la escena del tango que baila Al Pacino en la película ‘Esencia de mujer’? ¿Cómo olvidar a aquel Marlo Brando, encarnando a un personaje sórdido y decrépito en la película ‘El último tango en París’, película de bajos fondos, del lado oscuro, de los arcanos más inconfesables, de lo que alguien llamó, no sin cierta petulancia, «los ínferos del alma»?
A vueltas con el tango. El espectáculo está servido, leyendo a Borges y escenificando tangos memorables, vistos o imaginados, bailados en esa realidad ardiente que es el deseo, en esa zarza en llamas.
¡Qué orfandad sentiríamos sin el tango! ¡Qué balsámico resulta leer a Borges! Conferencias díscolas sobre una música que tuvo y tiene en lo transgresor su ley, su deseo, su desgarro, su no sé qué desgañitándose mientas se baila.