Rajoy, fiel a sí mismo, más que un programa de Gobierno, desplegó una perorata justificando su etapa desde 2011. Sobre la corrupción, pasó como sobre ascuas. Apeló, en el discurso y en las réplicas, al sentido común, «esa peste que nos tiene ahogado el propio», según Unamuno. Hizo alusiones históricas que me dejaron helado, sobre todo a la Constitución de Cádiz, que, históricamente hablando, representa uno de los pocos episodios históricos en el que en este país ganaron los derechos y las libertades. No tuvo a bien ocuparse en su discurso del sufrimiento de muchas personas a resultas de una crisis de la que no son responsables. Y, por otro lado, le pidió al PSOE, en aras de la necesidad de la existencia de un Gobierno en España, al menos, la abstención. Algo que don Mariano no hizo en marzo. No, Rajoy no decepciona. No intenta persuadir, sino machacar con lugares comunes que repite hasta el agotamiento de propios y extraños.
Los argumentos que dio Pedro Sánchez para el ‘no’ a Rajoy, con ser razonables, acaso careciesen de un vigor más intenso. Pero, en este caso, no es don Pedro el problema, sino Rajoy.
Por su lado, don Pablo Iglesias estuvo, como era de esperar, beligerante con Rajoy. Lo tenía muy fácil en este caso. Sólo le faltó perfilar mejor –y con más convicción– cómo podría forjarse una mayoría alternativa, teniendo en cuenta –por decirlo al orteguiano modo– los particularismos de las fuerzas nacionalistas, especialmente en Cataluña, que llevan en su agenda el referéndum de autodeterminación como principal línea roja para pactar con alguien. ¿Valdría la pena intentar un desbloqueo de esto?
En lo que respecta al señor Rivera, confieso que me llamó mucho la atención verlo comparecer con la actitud de alguien que se siente víctima de una tomadura de pelo, o, en todo caso, de no haber sido tomado en serio. Tengo para mí que este pacto con el PP le puede restar más credibilidad que el que alcanzó hace meses con el PSOE.
¿Y qué decir de Asturias? A Oblanca, Rajoy lo despachó con demasiada rapidez. No tiene muy fácil el partido casquista seguir justificando que su pacto con el PP será beneficioso para una Asturias que no parece preocuparle en exceso a Rajoy.
La investidura del bostezo. Para quienes amamos el parlamentarismo, para quienes disfrutamos con el debate como género, estos últimos días de agosto no traen la melancolía de un fin de verano marcado también por una mediocridad que se encarga de amargarnos las últimas horas de las vacaciones.
Un treinta de agosto de 1867 fallecía Baudelaire. Uno de sus lemas, el de ser sublime sin interrupción, se nos pone muy cuesta arriba ante el espectáculo que nos brinda la vida pública. Un 31 de agosto de 2016, tras diez largas horas de debate, asistimos no sólo a una investidura fallida, sino también a la confirmación de que el bloqueo político que soportamos requiere un cambio profundo, un cambio profundo que va más allá de aritméticas parlamentarias. Un cambio profundo que pasaría por unas miradas que buscasen alcances más ambiciosos y menos sectarios.
No se va a dar alcance a una caza de un tiempo nuevo. Sectarismos, mediocridad, particularismos. Así no se reconstruye un país. Así no se abre camino a ese «sugestivo proyecto de vida en común», del que hablaba Ortega siguiendo a Renan.