«Yo me hago y me vuelvo a hacer continuamente. Cada persona extrae de mí diferentes palabras». (Virginia Woolf).
¡Cuántos cafés hemos tomado en la esquina de la barra entre el teléfono y el perchero! ¡Cuántas veces hemos comido y cenado algunos de los excelentes platos combinados que se servían en la cafetería del hotel Ramiro I!
Desde muy pronto, supe que sus propietarios eran salenses y que habían pasado una parte importante de su trayectoria como empresarios en Uruguay. Por cierto, como ya escribí en más de una ocasión, algún día habrá que inventariar no sólo la ingente cantidad de negocios familiares que se abrieron con dinero proveniente de la emigración América, sino que además –y con ello– es muy llamativo el hecho de que, al menos en la hostelería de Oviedo, son muchos los establecimientos hosteleros que pusieron en marcha gentes del concejo de Salas.
Pero regresemos a la cafetería del Hotel Ramiro I. Justo enfrente estaba la Facultad de Químicas, que, en su momento, se trasladó al campus del Cristo. Entre la clientela habitual figuraba no pequeña parte del profesorado de la mencionada Facultad, sobre todo, a la hora del café, antes de que las clases o laboratorios reanudasen sus actividades por la tarde. Clientela habitual que se combinaba con gentes de paso, así como con personas que se hospedaban en el hotel.
Las mesas se desplegaban a lo largo de la cafetería hasta la puerta que daba paso a los servicios y también a otras dependencias del hotel. Había también, cerca de los servicios, un teléfono que permitía hablar con intimidad al margen de los murmullos de la gente, al margen de las voces de la televisión cuando estaba en funcionamiento.
Les hablo, sobre todo, de los últimos años de la década de los setenta y también de los primeros de la década siguiente, cuando lo deseable no nos parecía imposible, sino irrenunciable, cuando se tenía la certeza de que el país y los tiempos estaban cambiando de verdad.
Eran horas tranquilas aquéllas en las que tomábamos nuestro café. Horas tranquilas de cambios de impresiones con serenidad, también con esperanzas, a veces, con ciertos temores, pero que eran superados por la atmósfera de libertad que entonces se respiraba.
Recuerdo la tarde posterior al 23-F. Aunque el confusionismo estaba muy lejos de quedarse atrás, sí teníamos la sensación de que el peligro había sido conjurado, de que aquel episodio esperpéntico que nos hacía volver en el tiempo al siglo XIX y a lo peor del siglo XX se había quedado como un mal sueño, como una inquietante y desagradable pesadilla. Las imágenes de la televisión rebobinaban lo acontecido desde la entrada de Tejero hasta la mañana siguiente en la que el golpe se había conjurado, pasando por la actuación de Gutiérrez Mellado y los tiros al techo durante los cuales sólo se habían mantenido en su asiento, si la memoria no me falla, Suárez y Carrillo, además del teniente general, reducido a la fuerza. Alguien se preguntaba a nuestro lado acerca de lo que podrían pensar en otros países cuando se emitiesen aquellas imágenes de asonada decimonónica.
Recuerdo también la tranquilidad que presidía el ambiente de aquella cafetería, tanto a primeras horas de la tarde, como también antes de la cena. Siempre se hablaba con sosiego, lo que no hacía menos interesantes las charlas cotidianas.
Y vuelvo a esa esquina de la barra, dando la espalda a la cristalera desde la que se vislumbraba la antigua Facultad de Químicas. La superficie del mostrador era lo suficientemente amplia para desplegar allí un periódico y, por supuesto, cualquier libro.
Nunca olvidaré aquellos títulos de Sartre, publicados en su momento por la editorial Losada, que, en aquellos años, reeditaba Alianza Editorial. El pensador y literato existencialista se había muerto en 1980, y, tras su fallecimiento, venía muy bien una lectura de la mayor parte de sus obras.
Entre los títulos a los que acabo de referirme, estaba la obra teatral titulada ‘Las Manos sucias’. Llevé al libro al café de la tarde, una vez leído, anotado y subrayado, sabía que mis observaciones allí escritas condicionaban la lectura de quien se pusiese a la tarea a continuación. Pero habíamos quedado en comentarlo, tras las lecturas de cada cual, y coincidimos no sólo en la extrema dureza de lo que sucedía sobre las supuestas tablas teatrales, sino también en el hecho de que la ortodoxia del partido que encarnaba uno de los personajes no salía muy bien parada, intenciones aparte del autor.
En otra ocasión, en ese café previo a la cena, entre las 8 y media y las diez de la noche, llevé también un libro publicado por Alianza Editorial, que reproducía las intervenciones de una serie de filósofos de la segunda mitad del siglo XX acerca de Kierkegaard. Entre las mencionadas intervenciones, destacaban Sartre y Marcel, por cierto, este último hacía mención, en términos muy elogiosos, a Miguel de Unamuno, a quien consideraba no sólo seguidor del pensador danés, sino también un destacado representante del existencialismo.
En otra ocasión, llevé la revista ‘Nuevo índice’, que versaba especialmente sobre literatura. Había una reseña demoledora sobre un libro de relatos de un personaje asturiano que, hasta donde sé, no volvió a incurrir en publicaciones literarias.
Cafetería del Hotel Ramiro I. También la frecuenté, aunque algo menos, en la década de los noventa. El tono seguía siendo el mismo, sosegado.
Al recordar el establecimiento del que vengo hablando, no dejo de ser consciente de la enorme importancia que tienen en nuestras vidas esas cafeterías y esos cafés en los que fuimos poniendo en común, charla a charla, nuestros puntos de vista sobre lo que acontecía, nuestras lecturas y también nuestras vivencias que, andando el tiempo, terminaron por ser decisivas.
En la cafetería del Hotel Ramiro I nos sentíamos como en casa, en una especie de prolongación de esas conversaciones que iban bullendo en nuestra mente hasta el momento en el que dábamos rienda suelta a todo aquello. En el caso que nos ocupa, con serenidad, con esa placidez de los atardeceres, aunque la hora rara vez coincidía.