Convendrán conmigo en lo especiales que son la mayor parte de las tardes de domingo, en esa melancolía que las apodera cuando sentimos que el lunes está llegando, cuando somos conscientes de que esa tranquilidad, de que ese ritmo lento está muy próximo a su fin. Cuando decidimos saborear lo poco que queda fuera de la rutina, sin poder desasirnos de eso que ya está regresando con voluntad de quedarse.
Lo cierto es que la primera vez que estuve tomando un café en Wolf fue un domingo por la tarde, un domingo primaveral de esos en los que no sale el sol, de esos en que las nubes amenazan con descargar, de esos en los que llevamos con nosotros el paraguas a ver si con su presencia espantamos las nubes.
Lo cierto es también que me di cuenta de lo agradable que resulta su decorado, en los que la madera tiene un protagonismo que se agradece. Lo cierto es que la parte de arriba la atmósfera es pintiparada para una charla amena, para un cambio de impresiones fructífero. Es muy de agradecer que, habiendo tan poca diferencia de altura entre la parte donde está la barra y la zona a la que me refiero, la decoración del establecimiento haya creado dos ambientes claramente diferenciados, independientes, entre sí. Tuvimos la suerte, además, de que en la mesa de al lado no había nadie, lo que facilitaba la confidencialidad que, por lo común, se agradece, y mucho.
Una tarde de domingo, digo, a finales de los ochenta. Una tarde de domingo en la que la noche tardaba en caer, lo que se agradecía en medio de aquel ambiente nuboso y grisáceo.
Una tarde de domingo en la que Oviedo, poco a poco, escenificaba la melancolía de la que hablamos más arriba. Muchos aparcamientos dejaban de estar libres, el movimiento de viandantes por las aceras se incrementaba, la ciudad se preparaba para el lunes.
Abajo, en la barra, había una conversación animada entre dos clientes que tenían todas las trazas de ser habituales. Desde la cristalera del café, las luces de las farolas y de los coches que transitaban daban cuenta de la cercanía de la noche del domingo.
Café Wolf. Junto a sus maderas, de las que hablé más arriba, las luces interiores, también contribuyen mucho a una voluntad de estilo que convierte el establecimiento en un lugar acogedor.
Lo cierto fue que el decorado, con la voluntad de estilo a la que acabo de referirme, contrarrestó en gran medida esa melancolía dominical de las tardes, melancolía dominical en la que el sosiego del que nos habló el místico queda en segundo plano a resultas de la omnipresencia de la melancolía.
Y ayudó porque tuvo su influencia en que la conversación no sólo fuese amena, sino que además alcanzó ese punto importante de la complicidad y el descubrimiento, dando salida a esos argumentos y a esas ideas que, hasta el momento, sólo eran balbuceos.
Café Wolf. Tampoco olvidaré la forma en la que destacaba la cristalería de vasos, copas y botellas. Y destacaba no solo por estar ante superficies de maderas nobles, sino también por ese punto de luz que no deslumbra pero que muestra con esplendor todo lo que se encuentra a nuestra vista.
Café Wolf, una noche de septiembre, también en la década de los ochenta. Una noche que no había hecho más que arrancar, poco después de la cena. Una noche mateína en la que casi todos lo que por allí deambulábamos iríamos más tarde a darnos una vuelta por los chiringuitos. Pero se agradecía –y mucho– un café en Wolf como punto de partida.
Era una noche mateína sin lluvia, con el regentiano viento sur, una extensión del verano en vísperas otoñales, una despedida a las vacaciones, una tregua antes del inicio del curso (que, por cierto, no siempre empezó en septiembre).
Y, a diferencia de las tardes del domingo, con su carga melancólica, aquella noche mateína no estaba marcada por nada de eso, sino por el ansia de despedir el verano por todo lo alto.
Tomar café en Wolf, una especie de ritual que, con el tiempo, me fue gustando más, entre un decorado acogedor y elegante, presenciando la estética de la cristalería, disfrutando de un ambiente sin estridencia, donde se daban cita lo familiar por el tamaño del local y también la atmósfera pintiparada para la confidencialidad de las conversaciones.
Lo cierto es que hay locales que saben acoger, que invitan a sentirse a gusto dentro de ellos. Lo cierto es que el Café Wolf a nadie le deja indiferente.
No es un local estandarizado, no busca originalidades churriguerescas. Yo diría que acoge y protege.
Mesa para dos, frente a frente. Queda mucho por decir, mucho por argumentar, mucho por descubrir. Sobre la mesa, un libro de Italo Calvino, ‘El barón rampante’. El libro estaba abierto con un párrafo subrayado en rojo: «Se conocieron. Él la conoció a ella y a sí mismo, porque en realidad nunca se había conocido. Y ella lo conoció a él y a sí misma, porque aun habiéndose conocido siempre, jamás se había podido reconocer así».
Y es que a veces se puede brindar sin que las copas o los vasos hagan su chinchín. A veces, lo hacen las palabras que van por buen camino y vuelven aún mejoradas. El arte de conversar y el escenario apropiado para ello.
Intento recordar si aquel domingo melancólico y primaveral escuchamos música en el establecimiento. Lo que sí sé es que la poníamos nosotros.
Y no sonaba nada mal.