Bipolar realidad. Frente a la belleza del paisaje del otoño astur, la incesante escandalera del mes que acaba de irse y que ya tiene un bautizo mediático: Es el ‘octubre negro’ de la corrupción, que va desde las tarjetas opacas de Bankia hasta la trama del señor Granados, pasando por Fernández Villa. El contraste es tan fuerte que haría las delicias de la poesía más barroca.
Tiempo de seronda, visitas masivas a los camposantos, los sentidos y discretos ayes de la hojarasca. Los castañedos mostrando su belleza ocre. Las manzanas y los figos en su mejor sazón. Agridulce sosiego previo al invierno. Sosiego de la seronda que es el atardecer estacional. Regueros que, por estos lares, anuncian con discreción que su destino es el río Narcea. Todo ello tan aparentemente ajeno al ruido y la furia de la actualidad de un país que se sabe saqueado, de una ciudadanía que ya está dispuesta a expresar su hartazgo tan pronto le permitan tener una cita con las urnas; de un tiempo y un país que se despiden de una etapa infame y corrupta, más infame y corrupta de lo tolerable para el sostenimiento de un mínimo de dignidad en la vida pública.
Tiempo de seronda, el momento justo –y efímero– en que casi todo está en su mejor sazón y, al mismo tiempo, a punto de despedirse. Tiempo de seronda, lo otoñal que lo envuelve todo: Desde las plantas de maíz hasta las alamedas en las vegas. Desde los castañedos del monte, hasta su encuentro con los valles.
Tiempo de seronda. Vendrán las lluvias y la nieve, las heladas y todos los rigores del invierno. Pero, justamente antes, toca rendir culto en los camposantos, engalanarlos, visitarlos masivamente. Despedidas sin ruido y sin furia, desde la casa sosegada del místico.
Sosiego cargado de estoicismo en tanto se sabe que pronto vendrá el paisaje de lo desguarnecido, de la desnudez de la mayor parte de nuestra arboleda, porque en esta tristeza de la seronda asturiana no habita la estridencia, sino la discreción y el silencio. Los clamores se acompasan a los ayes de la hojarasca, lamentos que rehúyen cualquier asomo de griterío. No es por ello el dolor menos intenso, pero sí más reposado.
Paisaje rural astur en el que muchos pueblos se agarran a las montañas como las criaturas a los faldamentos maternos. Paisaje de seronda al que nos encaramamos como asidero seguro frente a las embestidas de un tiempo que, más que de sangre, sudor y lágrimas, está marcado por lo mediocre, lo mezquino, lo indigno y lo sórdido.
Tiempo de seronda en el que lo público tiene pestilentes e inseguros sustentos. Tiempo de seronda en el que el paisaje y su memoria nos invitan al sosiego que nos proporcionan los colores y la mejor poesía.
Nada mejor en momentos así que leerse, por ejemplo, la ‘Epístola moral a Fabio’, «antes que el tiempo muera en nuestros brazos», antes que el sosegado paisaje se retire tersa y discretamente, al tiempo que sus ayes ponen lo agrio a esta dulzura que comparece ante nosotros.