Por María de Álvaro:

Desde que John John se nos estrelló en una avioneta y con la salvedad hecha de Tom Ford –que no es hombre de estado ni nada que se le parezca– nunca el mundo había visto un traje mejor llevado. Nunca. Hasta que llegó él.

Me gustó Nicolas Sarkozy desde el primer día que le vi. Por eso y por su sonrisa de medio lado y su mirada larga, de hombre directo, de listo, pero además de inteligente. Llegaron luego sus primeros golpes encima de la mesa del Elíseo, sus primeras medidas de política de verdad, no de la de dimes y diretes a los que tan acostumbrados nos tienen los nuestros, y no tuve por más que reconocerlo. Me había enamorado.

Desde ayer es, simple y llanamente, mi héroe. Desde ayer le perdono incluso el secuestro de las 40.000 botellas de sidra de Chamapanera de Villaviciosa, y mira que resulta imperdonable. Desde ayer en mi imaginario particular está a la derecha misma de Indiana Jones –o a la izquierda, si prefiere, que no va con segundas–. Porque Sarkozy demostró ayer que, igual que la velocidad se demuestra andando, un político se demuestra actuando.

Lo único malo de todo esto es que si Monsieur Nicolas es Superman, su homólogo español equivale a Superlópez. O esa era la impresión que daba ZP en la base de Torrejón salundando a las azafatas liberadas. Claro que ni imaginar quiero que en vez de él hubiera ido don Mariano. Tal y como está últimamente, se nos presenta con la bandera española de capa. Qué pena más grande, Dios mío. Qué superpena.