Por María de Álvaro:
Si alguien quisiera dormir a un niño en un cabaret de Berlín, sonaría Marlango. Porque Marlango suena a nana y suena a humo espeso en un bar de reputación dudosa, que es la mejor reputación que cualquier lugar, e incluso cualquier persona, puede tener. Porque no compromete a nada.
Marlango suena a nana de cabaret, suena a belleza. A esa belleza que dicen que es el pan del alma y que es, además, la paz de los sentidos. Porque cuando uno escucha a la Watling y a los suyos en directo le pasa lo que le sucede, por ejemplo, cuando mira a ‘Las meninas’ en el Prado, lee unas palabras viejas de Xuan Bello o ve la cara de Jude Law en una peli. Que es feliz. Que se relaja.
Esa es, supongo, la diferencia entre el arte y la belleza. Que los dos dan de comer, pero la segunda, además, lo hace sin desasosiegos. Sin molestar. Sin darse un pijo de importancia.
De siempre quise ser una estrella del pop. Y cantar para 40.000 en un estadio de fútbol con uno de esos ventiladores que te mueven la melena como si estuvieras en la proa misma del ‘Titanic’. Desde esta noche, solo quiero ser Leonor. Y llenar con ese chorro de voz, y con esa rotunda delicadeza, un antro de Nueva York, de San Francisco o de Cimavilla. Quiero poder contar y poder cantar sólo cosas bonitas. Aunque sean demasiado tristes. O demasiado alegres.
Esta noche, en el teatro Jovellanos, solo eché de menos un dry martini con sus tres aceitunas y su cáscara de limón para estrujarla entre los dedos. Ya lo sé, soy una maniática., Y fan de Marlango. Desde esta noche.