El día que salió del periódico por última vez lo hizo, imagino, igual que había entrado 40 años antes. Dejó su despacho callado, con paso largo, mirándose a los pies. Sin aspavientos ni despedidas.
Pero alguien le vio. Alguien se dio cuenta de que el director se iba, y se levantó y, seguramente sin saber muy bien qué hacer, comenzó a aplaudir. Y detrás de él, uno a uno, como en aquella película, la redacción al completo se puso en pie. Y las palmas se convirtieron en ovación.
Él casi no levantó la cabeza del suelo. No sé si le salió un gracias de la garganta. Un levísimo gesto fue suficiente. Y siguió caminando. Y ya nunca volvió.
De eso hace más de diez años. Entonces lo sospeché, pero hoy sé positivamente que tuve la suerte de ver delante de mis narices cómo pasaba la Historia. Y tuve la suerte de comprobar cómo la Historia está hecha de hombres que pasan por ella sin darse la más mínima importancia. Aquella fue la última lección que nos dio Francisco Carantoña. Probablemente la más valiosa.