Por María de Álvaro:

Hace ya algún tiempo que decidí que a mí nada me gusta, que si me gusta, me hago fan. Directamente. Tiene esta política grandes ventajas y, claro, algún que otro inconveniente. El caso es que como lo que ahora me sobra es tiempo, los segundos los tengo prácticamente eliminados, porque yo soy fan, pero fan infiel. Vamos que si me enamoro de una canción, no paro hasta destrozarme la oreja y luego soy capaz de olvidarme de ella; que si lo que me vuelve loca es un escritor, me lo leo todo -a menos que sea alguien tipo Corín Tellado, una novela por minuto- y luego ya, se me pasa.

La pasión del fan es intensa, pero como casi todas las pasiones, corta, aunque también las haya eternas. En mi caso, no demasiadas, Indiana Jones y poco más. Lo bueno es que uno (una) disfruta como un enano y más de cuantas más cosas, personas, lugares y hasta platos de comida sea fan. Y si uno (una) es fan, un suponer, de un artista, por dejarlo así más en abstracto y no concretar, y ese artista resulta ser de Gijón, el chollo es doble, porque además de disfrutar de, digamos, su obra, se lo puede encontrar por la calle.

Yo ayer le ví, y no iba con el pelo mojado, como en la canción, y básicamente mi vida no dio ningún vuelco. Esa es la verdad. Pero en la fracción de segundo que pasó desde que me di cuenta de quién era hasta que me puse como un pimiento y cambié de acera -todo esto, naturalmente, sin que llamémosle artista se diese cuenta de nada- volví a tener entre 14 y 15 años. Y tener entre 14 y 15 años así en general y para el día a día es un coñazo, pero tenerlos durante menos de un minuto, saberte capaz de forrar una carpeta y todo… Eso no hay dinero que lo pague. La prueba merece la pena. Prometido.