Antes, mucho antes, de que Puri hiciera croquetas para anunciar el Tesoro del Estado (que a mí me suena a piratas con cofres, islas desiertas y monedas de oro, pero ese es otro tema) mi santa madre ya hacía, y hace, naturalmente, la mejor paella del mundo. Tiene el arroz de mi madre, eso sí, varios problemas. El primero es que cada vez se prodiga menos y el segundo, íntimamente relacionado con el primero, es que tal es la devoción familiar por el plato que, cada vez que lo hace, monopoliza la conversación entera de la comida. De hecho el tema puede llegar hasta la merienda y, si me apuras, al desayuno del día siguiente. La cosa suele comenzar con exclamaciones, sigue con lo que alguien, no voy a decir quien, califica de ‘críticas constructivas’. Continúa con onomatopeyas animales de tampoco voy a revelar quien… Hay veces que yo, que cuando algo me gusta, no me gusta, soy fan, le doy la vuelta a la silla y la coloco a modo reclinatorio. “Porque esto, mamá, esto está hoy para comerlo de rodillas”. Lo que no falta nunca es la frase final de mi padre, que después de acabar con la producción de un año de Calasparra siempre suelta entre risas aquello de “Pues yo si un día nos divorciamos, cuando hagas arroz pienso venir a comer a casa”.
En fin que cuento esto, que no le importa a nadie que no haya probado el arroz de mi madre, que puede no importarle ni a ese pequeño reducto de privilegiados, porque mis padres llevan cerca de 40 años casados y tengo la seria sospecha de que es por algo más que por el arroz de mi madre. En fin que cuento esto porque yo el anuncio que trae de cabeza a Solbes no lo he visto y no digo que no sea una ‘machistada’ que haya que retirar, pero lo que sí digo es que me da un poco de miedo la corrección política. O tanta por lo menos. Que a veces tengo la sensación de que perdemos un poco el sentido. El del humor sobre todo. Y hasta el común. Vamos, los importantes.