Existe un único lugar en el mundo en el que soy capaz de quedarme con la mente en blanco, que nada tiene que ver, en este caso, con la expresión que se utiliza cuando te olvidas de la respuesta de un examen o del nombre de ese tipo de te está saludando. Para mí, quedarme con la mente en blanco es el estadio de felicidad más elevado que conozco. Porque es la absoluta ausencia de preocupaciones. Me sucede siempre en algún punto indeterminado entre San Pedro y La Providencia y siempre que me sucede coincide que estoy mirando al mar. Suelo ir al Cantábrico, a verlo, quiero decir, con las más diversas embajadas. Con problemas reales y con problemas imaginarios. Con problemas gordos y con problemas que ni siquiera lo son. Y suele devolverme el Cantábrico la solución exacta a todos ellos. Lo hacen, creo, las olas. Lo hacen a veces llegando a la orilla y desapareciendo y otras rompiéndose con violencia contra el pedreru. Y no sé muy bien por qué lo hacen, pero imagino que es porque ellas tampoco son eternas. Y cuando uno (una) es capaz de darse cuenta de que nada, o prácticamente nada, lo es, entonces es capaz de relativizar. Y relativizar es lo más parecido a quedarse con la mente en blanco que conozco. Porque al final, pase lo que pase, nunca pasa nada. Afortunadamente.