No sé por qué lo hice, como tantas otras cosas que he hecho, pero lo hice. Esta mañana desempolvé mi bicicleta, la misma que llevaba diez largos años sin ver la calle. Me dejé los dedos, y las uñas, en sacarle brillo, le recoloqué la cadena, la engrasé, limpié los radios de las ruedas uno por uno, arranqué el candado de cuajo consciente de que la llave no iba a aparecer nunca. Y la llevé al viejo taller. Y el viejo Pin volvió a echarme la misma bronca de siempre. No se acordaba de mí, pero yo de él sí, sobre todo cuando empezó con lo de ‘pues si está pinchada o deshinchada sabraslo tú mejor que yo, moza’. Y seguí recordando cuando me colocó los puños del manillar que a él le dio la gana. ‘Porque gastáis les perres en unes chorrades… A ver que más dará que te hagan juego o no con lo buenos y los baratos que son estos amarillos’. La bici es rosa (ya, ya lo sé, ya lo siento). Y recordé más cuando me reprochó que me diera igual si frenaba o no. ‘ Si es que no os ocupáis más que de tontades’. Y seguí recordando ya en la calle, en cada semáforo, en cada curva, cuando la cargué escaleras arriba y la dejé pegada a la pared sin que, esta vez, sí, nadie me dijera, ‘sacame esta bicicleta de aquí que me estás poniendo todo perdido’. La madurez viene con alguna ventaja, supongo. Y ahora tengo las manos negras y el culo lleno de agujetas, con perdón, pero también 18 años. Y eso es gracias a Pin y a mi bici. A ver quien da más por menos. 12 euros y una sudada costó todo. Más barato ni en Portugal, que decían los carteles de Novedades Eloína cuando mi bici y yo eramos inseparables. Y hemos vuelto. A ver lo que duramos.