La crítica estadounidense dijo de ella que era la mejor película de Woody Allen. Mis amigos, conocidos y demás familia, que una mierda. Y yo, que me fio bastante más de mis amigos, conocidos y demás familia que de la críticia estadounidense, no faltaba más, fui a ver ‘Vicky Cristina Barcelona’ porque no tenía nada mejor que hacer. Por eso y por un irracional antojo de palomitas. Así que fui y me senté con un caldero de maices hinchados más grande que yo misma colocado, muy estratégicamente, sobre mi misma. Y empezó. Y según empezó empecé yo a cabrearme con aquel ‘visite Barcelona’ y luego con aquel ‘visite Oviedo’. Con aquel documental subvencionado, con tintes de Nodo, que tal me parecía que Bardem iba a inaugurar un pantano. Y me cabreé más cuando vi como Woody Allen nos pintaba, a los españoles en general y a los asturianos en particular, como gentes pintorescas que viven entre vaques, praos y poesías, que no digo yo que nada de esto sea mala compañía para vivir, pero tampoco es eso. O no es eso sólo.
Pero fue pasando la película y, entre cabreo y cabreo, empecé a ver al de Brooklyn (que me gusta a mí decir esto casi tanto como ‘el de Galapagar’ para hablar de José Tomás). Y el de Brooklyn empezó a contarme otra vez que la vida es como es, que nosotros somos como somos, y cada uno es como quiere, además. O como puede, mejor todavía. Y empecé a verle en las chifladuras de Penélope Cruz, enorme por primera vez en su vida; en las inocencias de Scarlett Johansson, enorme como nunca; en las filosofías de Javier Bardem, enorme como siempre y a pesar de un doblaje de espanto. Y me reconcilié. Y me gustó. Porque de nuevo y gracias a Woody Allen vi la vida pasar en una pantalla. Y eso es más que mucho. Por más que en esta ocasión no me hayan entrado ganas de invadir Polonia.