Nació mi abuela en Cienfuegos (Cuba) hija de un praviano y una pixueta que, como tantos, dejaron Asturias, más que nada porque no les quedaba otro remedio. Les gustaba comer. Criaturas. Mi padre lo hizo, lo de nacer, digo, en Olivenza, ese pueblo que es Extremadura y fue Portugal, y más que nada por lo mismo que mis bisabuelos cruzaron el Atlántico cruzó él España. Así que sí, todos fueron emigrantes en su casa e inmigrantes en una ajena que terminaron por hacer suya. Como tantos y tantos en un país que, curiosamente, levanta ahora las manos al cielo pidiendo que se cierren las fronteras porque la culpa de todos nuestros males es de esa ‘chusma’ de negros y de sudacas y de rumanos.
El caso es que el sábado en Gijón un ser que no merece ni el calificativo de humano se llevó por delante la vida de un chaval de 26 años que cometió el delito de estar de copas con sus amigos. Un chaval de 26 años que no hizo nada. Y ahora resulta que los analistas de la realidad que pueblan calles y chigres se fijan en un dato al parecer importante. Resulta que el ser que no merece ni el calificativo de humano no nació aquí sino en la República Dominicana. Y eso es capital. Y eso lo explica todo. Y no se preguntan quién ha convertido a ese ser en un ser que no merece ni el calificativo de humano. A lo mejor tiene algo que ver un Código Penal que se ocupa de que los menores no vayan a la cárcel pero no hace nada porque esos menores, cuando dejen de serlo, no hagan todos los méritos posibles para acabar allí. Hayan nacido en la República Dominicana, en Antequera o en el mismísimo Hospital de Cabueñes.