Cuando tenía cinco años, mi hermano y yo hicimos veneno. Por entonces
vivíamos en una ciudad, pero probablemente habríamos hecho el veneno
de todos modos. Lo guardábamos en un bote de pintura debajo de la
casa de algún vecino y en él echamos todas las cosas venenosas que se nos
ocurrieron: setas no comestibles, ratones muertos, bayas de serbal, que a
lo mejor no eran venenosas, pero que lo parecían, pis que guardábamos
para añadirlo al bote de pintura. Para cuando se llenó el bote, todo lo que
contenía era muy venenoso.
Lo malo era que, ya que habíamos hecho el veneno, no podíamos limitarnos
a dejarlo allí. Teníamos que hacer algo con él. No queríamos
ponérselo a nadie en la comida, pero deseábamos un propósito, una realización.
No había nadie a quien odiásemos tanto, ese era el problema.
No recuerdo qué hicimos al final con el veneno. ¿Lo dejamos bajo la
esquina de la casa, que estaba hecha de madera y era de un color amarillo
parduzco? ¿Se lo echamos a alguien encima, a algún niño inofensivo? Seguro
que no nos atrevimos con un adulto. ¿Es esta imagen que conservo
verdadera, una carita surcada de lágrimas y bayas rojas, la súbita conciencia
de que al final el veneno sí que era venenoso? ¿O es que lo tiramos?
¿Recuerdo aquellas bayas rojas flotando cloaca abajo, hacia las alcantarillas?
¿Soy inocente?
Para empezar, ¿por qué hicimos el veneno? Recuerdo con qué júbilo lo
removíamos y le añadíamos ingredientes, la sensación de magia y triunfo.
Hacer veneno es tan divertido como preparar un pastel. A la gente le
gusta hacer veneno. Si no entiendes esto, nunca entenderás nada.
Naturalmente y como cualquiera habrá podido imaginar, esta maravilla no es mía. Es de Margaret Atwood, la flamante Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Leerlo ha sido para mí hoy un regalo, el caramelo de un día complicado. Porque este relato es un cuento y también es una poesía y porque, no sé por qué, tengo la sensación de que es masticable. Masticable como aquellos chicles rosas de Bang bang que te llenaban la boca, no esos que ni tienen azúcar ni tienen nada y, encima, pican. Masticable porque hay veces, no muchas, que alguien junta palabras y las transforma en arte. Y luego está el final, esas tres frases masticables con las que, de un plumazo, va y le hace una foto al ser humano. Aquí lo dejo, por si alguien quiere masticarlo. Por si para alguien también es un regalo. Con que seamos dos, ya me vale. Aunque lo dudo.