Por María de Álvaro:
Leo el ‘Hola’ desde que tengo uso de razón, incluso aunque a veces no la use para nada. Y digo bien, leo, porque yo no me conformo con ver las fotos en la peluquería. Desde mis tiempos de adolescente petarda -fase a la que según mi madre uno retrocede en el momento en que se rompe algún hueso, pero ese es otro tema- me entusiasman las bodas de Carolina, las joyas de la Begum y los pañuelos en la cabeza de la Reina de Inglaterra. Ni Mónaco, ni la ‘diosa ismaelita’, ni mucho menos el look para un día de campo de Isabel II han cambiado mi vida. Ni siquiera significan mucho en ella. Puede más bien que no signifiquen nada, pero me gustan. Tal vez porque jamás voy a entrar, un poner, en el baile de la Rosa con un valentino rojo y del brazo de Lapo Elkann (tremendo descubrimiento, gracias, Vamp).
Soñar es gratis. Así que sí, me entretengo con ese ‘mundo rosa’. Lo que no me entretiene nada es la problemática (palabro muy ajustado al caso) del vestido de Belén Esteban. Primero porque no me importa y después porque, lo haga quien lo haga, no tengo ninguna duda de que será una horterada. Me pasa con esta chica lo mismo que con los perros feos, que me saca la vena intolerante. Y los chuchos no tienen ninguna culpa, pobres, pero ella sí. Porque igual que nadie tiene derecho a abusar sexualmente de una prostituta por el mero hecho de vivir de su cuerpo, que para eso lo vende, no lo regala, nadie tiene derecho a hacer escarnio de la vida de nadie por más que ese nadie se dedique a venderla. Vale. Pero cuando lo que uno vende no es su vida sino a uno mismo, se queda sin derechos. Ya lo advertí. Esta tía me pone intolerante. Ya lo siento.