Resulta que Mariano Rajoy también se subió a un avión Falcon del Ejército en la campaña electoral del año 2003 para participar en un mitin de su partido en las Islas Baleares. La primicia radiofónica fue negada por el líder del PP con auxilio de la metafísica: voló como vicepresidente del Gobierno para acudir a una reunión del consejo de administración del Patrimonio Nacional y luego participó en un acto del partido. Es decir, como vicepresidente del Gobierno de Aznar se subió al Falcon; durante su estancia en las Islas Baleares realizó actividades de Gobierno, completando la jornada con un mitin en el que acudió en calidad de dirigente de partido, para rescatar posteriormente la condición de gobernante en el viaje de vuelta a Madrid. Más claro: si coge el avión con el objetivo de participar en el mitin y luego acude a la reunión del organismo oficial, despilfarra recursos públicos e incurre en una peligrosa confusión entre bienes del Estado y del partido, pero si invierte el orden de prioridades el comportamiento es correcto.
Todo esto es sencillamente ridículo, más propio de un guión de Ionesco que del debate de unas elecciones europeas. Rajoy tenía todo el derecho del mundo a usar ese avión, al igual que hizo Federico Trillo varias veces en la misma campaña electoral, o como hace estos días Zapatero. No se está de presidente, vicepresidente o ministro en régimen de mediopensionista, sino a tiempo completo. Además, los actos de campaña electoral no son actos privados, sino que pertenecen a la esencia de la democracia y del sistema de partidos políticos recogido en el Título Preliminar de la Constitución. Era tan pública e importante la participación de Rajoy en ese acto electoral como su presencia en el consejo de administración del organismo citado. Promover reuniones (mítines) políticas para difundir los programas electorales es una actividad pública, protegida y alentada por los medios del Estado, que está en la jerarquía de valores de la democracia por encima de cualquier acto administrativo rutinario.
El Gobierno quiere regular por ley el uso de medios de transporte públicos. Es un intento vano, porque la polémica es esencialmente bizantina. Del avión se pasará a discutir sobre el hotel, ordenador, bolígrafo o teléfono. El problema no está en los viajes sino en la demagogia.