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Juan Neira

LARGO DE CAFE

EL PACTO ENTRE TRES

El acontecimiento político del verano es la desautorización del Parlamento a Pedro Sánchez para que sea presidente de Gobierno otro mandato. Tras las elecciones generales del 28 de abril nadie dudaba de que la investidura de Sánchez fuera un paseo militar, pero la política esconde sorpresas.

El líder socialista estuvo tan arropado en las urnas como desasistido en el Congreso de los Diputados donde solo convenció a un diputado del partido de Revilla, que gobierna en Cantabria en coalición con el PSOE. ¿Cómo se puede explicar un contraste tan grande entre lo que dijeron los electores y lo que decidieron los elegidos?

Sánchez

Entre la cita con las urnas y la sesión de investidura transcurrieron tres meses. Un tiempo muy extenso que, lamentablemente, se desaprovechó realizando contactos políticos superficiales. Se sabía desde el principio que la investidura del dirigente del PSOE pasaba por el apoyo de Unidas Podemos. Pues bien, con el partido morado solo se negoció de verdad la última semana.

El plan de esquivar la negociación fue el producto de una idea equivocada: se obviaba el engorroso trámite de descender al detalle sobre las competencias de los ministerios que se cedían (en pocos días es difícil encajar las piezas, máxime cuando se utiliza la táctica de marear la perdiz) y se presentaba el candidato ante la Cámara solicitando el apoyo, sabedor de que no hay otra alternativa de gobierno.

Es cierto, con el actual reparto de escaños solo Pedro Sánchez puede ser presidente, pero debería saber que hay alternativa a la investidura: el bloqueo parlamentario. Eso fue lo que ocurrió entre diciembre de 2015 y octubre de 2016, apostando el actual presidente por la paralización de las instituciones.

Si el bloqueo resulta contumaz la única salida es la repetición electoral, con los riesgos y costes que conlleva.

Iglesias

Para Pablo Iglesias la investidura suponía una ocasión única de resarcirse de tantos reveses. El líder de Podemos ha encadenado un fracaso detrás de otro en los últimos cuatro años. Si exceptuamos lo que sucedió en las alcaldías de algunas ciudades (entre ellas, Madrid y Barcelona) en el año 2015, el resto fue un completo desastre.

El 28 de abril pasó de tener 71 escaños en el Congreso de los Diputados a 42; las famosas confluencias de Podemos se independizaron. Íñigo Errejón y Manuela Carmena se convirtieron en competidores en las elecciones autonómicas y municipales. Todo el tinglado está a punto de venírsele abajo.

Con el pensamiento en clave interna encaró la negociación de la investidura. Desde el principio advirtió de que «en España se acabaron los gobiernos de un solo partido». Entrar en el Ejecutivo suponía un triunfo ante la militancia y la oportunidad para fortalecer su tambaleante liderazgo. Para hacerlo más visible quería un sillón de vicepresidente.

Desde una perspectiva general, es cierto que los partidos adquieren un peso mayor ante la ciudadanía si forman parte de los gobiernos que si se limitan a oponerse en el Parlamento. En una sociedad tan mediática como la nuestra, la acción del Gobierno permite ganar imagen y protagonismo, siempre que se esté en un periodo de crecimiento económico y generación de empleo, como en el presente.

El mejor ejemplo proviene de la experiencia de Pedro Sánchez, que hace catorce meses encabezaba un partido que ocupaba el tercer o cuarto lugar en las encuestas de intención de voto, y con ‘viernes sociales’ y gestos para la galería (los inmigrantes del buque ‘Aquarius’), ganó las elecciones.

La negociación apresurada entre el presidente que aspiraba al refrendo de la Cámara sin apenas concesiones y el líder derrotado que quería revivir como vicepresidente fue caótica.

Empezaron a desgajar competencias de los ministerios, a crear departamentos artificiales y a mezclar churras con merinas. Un desastre que acabó con reproches mutuos ante los diputados.

El triángulo

Al margen de los intereses personales y partidistas de los negociadores, hay un asunto que Sánchez y su equipo no han dicho claramente y condicionó todas las conversaciones: Podemos no tiene cultura de partido de gobierno.

No es que carezca de experiencia, es que no asume los compromisos de los partidos de gobierno. Por eso es un riesgo poner en sus manos la Agencia Tributaria o el Centro Nacional de Inteligencia. Así de sencillo.

Ahora bien, reconocer esta especial característica de Podemos, supone enmendar el sistema de alianzas con el que gobernó Pedro Sánchez el último año.

Podemos, como ERC o el PNV, pueden gobernar comunidades autónomas o ayuntamientos, pero no pueden ocupar el puesto de mando del Estado. No se puede acatar la Constitución por imperativo legal y gobernar en defensa de la Constitución. O se está a favor de la separación de poderes o se hace la ola a Jordi Cuixart y Jordi Sánchez.

Solo hay un modelo de investidura satisfactorio para los intereses generales de España: el consenso de los tres partidos constitucionalistas (PSOE, PP y Ciudadanos), con un programa (impuestos, pensiones, deuda) que aplicaría el Gobierno socialista.

El futuro de 46,7 millones de españoles depende del entendimiento entre los tres vértices –Pedro, Pablo y Albert– del triángulo. Boicotear el acuerdo es una puñalada trapera.

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por JUAN NEIRA

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