En España, las cosas de la cultura suelen tener pobre arraigo, aire de advenedizas, de ropita dominguera, como en país colonial, y desvanecen a los espíritus ligeros que con ella se adornan. (Azaña).
Puedo asegurarles que uno tiene un serio conflicto consigo mismo cuando se da cuenta de la soledad de su criterio ante unos planteamientos desmadrados que, además, apenas tienen la posibilidad de ir más allá de lugares comunes. Y, en el asunto que aquí nos trae, se juntan demasiadas cosas que generan más decibelios que argumentos.
Innegable y merecido es el prestigio de los Premios, si se tiene en cuenta la nómina de muchas de las celebridades que obtuvieron los galardones en distintos ámbitos. Innegable y merecido es también el reconocimiento que se le debe a Graciano García por toda su trayectoria como periodista desde “Asturias Semanal”, que fue un inequívoco enclave de libertad de expresión en unos tiempos en los que los tijeretazos de la censura no cesaban, hasta aquel gran proyecto que fue “Asturias Diario”, cuya publicación auspició con entusiasmo y firmeza. Innegable y merecido es que se valore la importancia de unos Premios que empezaron distinguiendo a figuras como José Hierro y María Zambrano, entre otros, y que, en la edición de este año, se pone en su sitio a un pensador de la talla de Emilio Lledó y que reconoce también la obra de un cineasta de la categoría de Coppola. El inventario de ejemplos para sustentar esto se podría alargar mucho. Tampoco se puede soslayar lo que tan machaconamente se repite acerca de la importante promoción que estos Premios suponen para Asturias.
Dicho todo ello, creo que, al menos, es merecedor de respeto el criterio de que, a veces, da la impresión de que lo que más se destaca de la ceremonia en el Campoamor son las genuflexiones ante la Familia Real y el pase de modelos a la entrada y a la salida. Y las tales genuflexiones chirrían mucho cuando las hacen políticos que, en determinados actos, no parecen estar incómodos rodeados de banderas republicanas. Y no tiene que resultar obligatorio aplaudir tal espectáculo, ello sin perder de vista que hablamos de una Fundación vinculada desde su nacimiento a la Monarquía, algo tan legítimo y respetable como el derecho a mostrar desde el republicanismo el desacuerdo más inequívoco.
No creo que deba levantar mucha polvareda ni despertar gran indignación sostener que las genuflexiones, en este caso simbólicas, de hacerse, deberían ser mostradas ante los premiados y no ante la institución monárquica.
Y, ante el incesante acoso mediático que sufre el Gobierno municipal de Oviedo, no sería descaminado recordar que tiempos hubo en que el Ayuntamiento capitalino, encabezado por Gabino de Lorenzo, no fue muy generoso en lo que a ayudas económicas se refiere con la entonces Fundación Príncipe de Asturias. Y, en este sentido, me parece fantástico que se haya creado, tal y como informa EL COMERCIO una plataforma cívica en favor de la Fundación y de los Premios. Una cosa es que se discrepe de quienes opinan que la Fundación no tiene por qué recibir obligatoriamente dinero público y otra muy distinta es que se descalifique a quien sostiene tal postura.
Así pues, convendría que las discusiones no fuesen tan agrias. Siempre es saludable el respeto democrático. En este caso, aceptando que existe el derecho a discrepar con planteamientos republicanos.