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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: Aquellas asambleas universitarias

Lo que debiera enorgullecernos es el aprender por nosotros mismos, de la mejor manera posible, a hablar siempre lo más sencilla y claramente posible, sin pedantería, y evitar como una plaga la sugerencia de que estamos en posesión de un conocimiento demasiado profundo para ser expresado con claridad y simplemente”.  (Popper).

 

“Somos marxistas y, por eso, somos también dialécticos. Y la dialéctica demuestra que todo está relacionado”. Las palabras entrecomilladas que acabo de reproducir no tienen la autoría de un filósofo de referencia, sino que se dijeron en una Asamblea de Facultad en Filología e Historia a finales de los años setenta, por parte de quien tenía la voz cantante al ser increpado por alguien que le objetó que estaba cambiando de tema en su perorata sin solución de continuidad. Y esto que les traslado aquí no es algo que me hayan contado con la dosis imprescindible de sal y pimienta, sino que se trata de palabras que escuché como asistente a una de aquellas asambleas que no tenían orden del día, sino que eran intervenciones improvisadas que buscaban el lucimiento y, tal vez, fajarse en aquellas lides para convertirse, andando el tiempo, en líderes de referencia. Y, sin descender a lo concreto, puedo asegurar que algo de eso sí que hubo.

Aquellas asambleas en la Facultad de la Plaza Feijoo donde estaban entonces Filología e Historia, puesto que los estudios de Filosofía ya no se impartían allí desde finales de los setenta. Aquellas asambleas, digo, que nunca fallaban a últimos de enero o a principios de febrero y que, por lo común, acababan declarando una huelga de muy pocos días. Aquellas asambleas en las que solían tomar la palabra gentes que llevan mucho tiempo esgrimiendo alegatos a favor de la ley y el orden y que a día de hoy están muy lejos del rojerío feroz en el que en su momento militaron. Pero, bueno, creo que no es del caso citar nombres que en muchos casos sorprenderían. Ya digo, gentes de orden, que, en el más favorable de los casos para la coherencia del rojerío del que hicieron gala, hoy se encuentran en el PSOE, y, aun así, en los sectores más moderados. ¡Cómo cambian algunos con el tiempo!

La palabra, se tomaba la palabra. Y había quien continuaba con su prédica tras las asambleas con el calor de sus personas más afines. Sin duda, un excelente entrenamiento. Y, con la perspectiva que da el paso de los años, lo cierto es que enternece recordar que todo el mundo parecía muy convencido de que lo que allí se decía era decisivo e importante. Allí, en la Facultad.

Quien esto escribe fue testigo de varias conversaciones que mantenían militantes del PCE en la cafetería de la Facultad con la consigna, según decían, de que las bases del partido tendrían que pronunciarse sobre si aceptaban o no la Monarquía. Hablamos, claro está, de los tiempos en que Franco se había muerto y en los que Carrillo apostaba por la reconciliación nacional desde un discurso muy, pero que muy moderado. Y estaban seguros de que sus conclusiones serían tomadas muy en serio. ¡Madre mía!

Quien esto escribe tuvo la oportunidad de comprobar que eran muchas las personas que se consideraban brillantes y profundas en su capacidad analítica. Nunca olvidaré, a propósito de esto que les digo, lo tenso que me resultó tener que comentar a alguien mi parecer sobre un texto que había escrito un estudiante de Historia y que había dirigido a un semanario que no se lo publicó. El texto en cuestión se aproximaba a los cuarenta folios y, según su autor, era tan relevante lo que allí se decía que no cabía síntesis posible. Según el referido pensador, se trataba de una especie de ensayo sobre la Universidad española que necesitaba una profunda transformación tomando como base el pensamiento de los filósofos y científicos más avanzados. Y aquello no había forma de leerlo sin hilaridad, entre otras cosas, por el más que excelente concepto de sí mismo que destilaba el firmante del sesudo texto. Citas sin notas a pie de página, de una autenticidad más que dudosa. Pero el “yo” de quien aquello escribía era más que redundante y más que omnisciente.

Se hablaba, se discutía, todo era interminable. Y la cristalización de tanta dialéctica transcendiendo, de tanta retórica de consignas de café, en lo que yo recuerdo, no pasó nunca – repito- de convocatorias de huelga y, también, de algún que otro encierro. Apasionante todo, sin duda.

¿Y cómo no recordar también las asambleas de distrito que tenían lugar en la Facultad de Ciencias, un espacio inmensamente más amplio que los pasillos de la Facultad de Letras de Feijoo? No soy capaz de recordar que, a la hora de tomar la palabra, alguien tuviese lo que más tarde se denominaría “miedo escénico”. El miedo estaba en pensar si a la salida habría que correr para evitar las arremetidas, no siempre dulces, de los grises.

Hubo, ya que de esto hablamos, una inolvidable Asamblea de Distrito, en la que discutieron acaloradamente un trotskista y alguien que, al juzgar por su discurso, sería del PCE. El primero no estaba por las medias tintas. Ante todo, la revolución, no sólo en el ámbito universitario, por supuesto. Y la réplica de su antagonista fue antológica:

“Hay que tener en cuenta les necesidaes operatives de les mases”.

Puro realismo en aquella respuesta. El obrero de entonces no estaba dispuesto a renunciar a determinadas comodidades, y no había que pedirle que se echase al monte de la revolución. El sistema capitalista nos tenía atrapados. La respuesta tenía que ser muy otra, y había que pensar científicamente. Magistral aquel estudiante de Medicina, frente al trotskista que cursaba Historia. Socialismo científico, ante todo.

Aquellas asambleas, donde, entre todos los ismos, que allí se citaban predominaba, ante todo y sobre todo, el narcisismo. Y, salvo excepciones, el rigor y la coherencia no eran lo más presente en tantas y tantas peroratas. Había que cambiarlo todo desde la Universidad. Había que llenar los discursos de citas de clásicos, no siempre bien pronunciados. Había que tomar medidas drásticas y serias. Y no nos confundamos. Muchos se creían que aquello iba en serio.

Tengo para mí que más de un guionista de la película “La Vida de Brian” anduvo  de incógnito por aquellas asambleas. Tengo para mí que los policías infiltrados en las Facultades desarrollaron mucho su imaginación, porque tenían que contar conspiraciones peligrosas.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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