« ¡Belleza, sí, belleza! Pero la belleza no es eso, no es la del arte por el arte, no es la de los esteticistas. Belleza cuya contemplación no nos hace mejores no es tal belleza». (Unamuno).
«El alma resiste mucho mejor los dolores agudos que la tristeza prolongada». (Rousseau).
Fue en 1973 cuando nos mudamos a la calle Toreno, al número 5, al edificio que, según se decía, era conocido en Oviedo como ‘la casa el coño’, ello no obedecía a connotaciones pornográficas ni a groserías de brocha gorda, sino al hecho de que, cuando se construyó en 1947, destacaba por tener un número de plantas inusual para aquellos tiempos. Semejante denominación sobrevino a resultas de expresiones como las que siguen: «¡Coño, vaya casa!»’ y también: «¡Coño, que casa más alta!».
También era muy curiosa la nomenclatura: las dos primeras plantas recibían la denominación de entresuelo y principal. Y, a partir del cuarto, que, en realidad, era la sexta planta, las denominaciones eran tres áticos y súperático. Recuerdo los ascensores que tenían la opción del reenvío al portal, así como sus puertas de madera. El tributo que se pagaba por su estética era la lentitud. Cuando se cambiaron, se notó mucho tanto la rapidez en el sube y baja como también la pérdida de prestancia.
Quien esto escribe contaba con 16 años cuando nos mudamos a vivir al ático 3º de Toreno, 5. Plena adolescencia y vísperas de tiempos nuevos, desde una atalaya que contaba con unas vistas privilegiadas que enamoraron a mi madre tan pronto puso allí los pies. En efecto, se podía ver el Naranco, el Aramo y el Campo de San Francisco. También el palacete de Concha Heres, eso sí, durante pocos años.
Vísperas de tiempos nuevos en una vivienda que contaba con un pasillo enorme, con portería de madera y con techos altos. Aunque ya en desuso, había una vieja cocina de leña que, por un lado, atestiguaba tiempos pasados y que, por otro lado, nos hacía recordar lo que era la vida rural de la que nunca nos desvinculamos. Lo mismo podría decirse de una fresquera con sus rejillas bajo el ventanal de la cocina.
Vísperas de nuevos tiempos, digo, pues, por una parte, se puso en pie el edificio de Galerías Preciados, y, de otro lado, se derribó el palacete de Concha Heres. Lo triste fue esto último. Y no deja de ser paradójico, si de lo que se trata es de la historia más reciente de Oviedo, que, años más tarde tocaría el derribo de la antigua Estación del Vasco. Paradójico porque Masip se opuso a la destrucción del palacete de Concha Heres y, años más tarde, ejercía de primer edil cuando se autorizó acabar con la vieja estación ferroviaria.
Años de adolescencia y juventud en Toreno, 5, concretamente desde 1973 hasta 1985, cuando me fui de la casa de mis padres al cambiar de estado civil. Años de grandes cambios en nuestra ciudad, en nuestro país y en el mundo. Doce años que fueron mucho, que no transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos. Años en los que las horas, por lo general, eran muchos menos veloces. Años en los que el ‘tempus fugit’ era mucho más literario que vital.
¿Cómo no recordar las primeras manifestaciones en Oviedo tras la muerte de Franco, cuyos ecos se hacían oír en casa cuando aquellos acontecimientos pasaban por la plaza de la Escandalera? ¿Cómo no recordar, asimismo, la campaña electoral del 77, cuando volvieron a oírse himnos y canciones que durante cuarenta años habían sido clandestinos, tan clandestinos como sobrecogedores? ¿Cómo no recordar determinados momentos en los que se entraba en casa con libros que ya tenían sus años pero que no se podían publicar en España hasta aquel momento?
¿Cómo no tener presente siempre, asimismo, la forma en que mi padre vivió los acontecimientos tan importantes y decisivos desde la otra atalaya que eran sus conocimientos y sus recuerdos? Con enorme intensidad rescato aquellos momentos en los que le leía la prensa, en los que le leía también fragmentos de libros que tenía tan profundamente interiorizados. Por ejemplo, las últimas palabras de aquel discurso de Azaña cuando invocaba la paz, la piedad y el perdón. Por ejemplo, determinadas estrofas del poema en que Machado habla del patio de Sevilla y de los tenores huecos que cantan a la luna. Por ejemplo, fragmentos de la correspondencia entre Ganivet y Unamuno. Por ejemplo, los versos que Machado le dedicó a Giner de los Ríos. Por ejemplo, el arranque de ‘La Regenta’, con «aquellas sobras de nada» que iban de esquina en esquina. Por ejemplo, fragmentos de los diarios de Amiel con su melancolía profunda, con su timidez elevada a obra de arte. Por ejemplo, el desgarrador poema que Machado le dedicó al fusilamiento de Lorca. Apenas podía leer aquellas líneas que en su momento había subrayado y anotado, pero las tenía incorporadas en lo más hondo de su sentir y pensar.
Toreno, 5. Atalaya y corazón de un tiempo nuevo, atalaya y corazón de un tiempo en el que la infancia había quedado atrás, en el que la salud de mi padre se resquebrajó gravemente, aunque su memoria permaneció lúcida hasta el final de sus días en mayo de 1986. Allí falleció con sus libros y recuerdos, con su afán por conocer hasta el último instante.
Toreno, 5. El acostumbrado trasiego de un portal en el que eran muchas las gentes que acudían a consultas médicas y a hacerse radiografías. Portal a cuyo cargo estuvo un personaje entrañable que se llamaba Ramón Candás.
Toreno, 5. Cuando llegaba a casa de madrugada, el periódico en el felpudo. La terraza en la que mi madre disfrutaba tanto rodeada de sus plantas. Plantas en cuyas macetas Lanio tenía presencia, pues toda la tierra venía de allí. El Aramo con nieve en invierno. El Naranco que alguna vez vi arder. El abrumador tránsito de la calle Toreno con dos direcciones durante bastantes años.
Toreno, 5. Oviedo ya no era sólo el principio de la vida, sino la vida misma transcurriendo y dando señales de unos tiempos en los que su sino eran los grandes cambios.
Toreno, 5. La última etapa en la que las referencias estaban vivas, en la que aún me encontraba con techo y abrigo, en la que todavía no me tocaba serlo.
Ni ejercerlo.
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