Aquel domingo, al menos durante las primeras horas, no llovió en Oviedo. A última hora de la mañana, por el Campo de San Francisco muy cerca de la guarida de Petra, me encontré con los jugadores y el entrenador del Barça que pasaban y paseaban por allí. Confieso que, aunque nunca fui mitómano, resultó algo muy especial ver en persona y de cerca, al lado de casa, a aquellos futbolistas que hasta entonces sólo había avistado en cromos, fotos de prensa y la televisión. A quien reconocí primero fue al entrenador del equipo catalán, a Rinus Michels. Aquello, aunque inesperado, fue un previo imprevisto al partido de la tarde. El Barça se enfrentaba al Oviedo. Todo un acontecimiento.
Llegué temprano al Tartiere. Había muchos aficionados del Barça. Me ubiqué en la grada de “preferencia” que entonces estaba detrás de una de las porterías. Recuerdo que fue emocionante estar tan cerca de Sadurní, legendario portero del Barcelona. Tampoco olvidaré jamás que aquella derrota del Oviedo no resultó amarga. Se diría que ya era todo un logro enfrentarse a un equipo plagado de estrellas que aquella temporada conseguiría el ansiado título de la Liga.
Cruyff , que tanto había destacado en el Ajax, había sido fichado por el Barcelona y, con él, vino el que había sido su entrenador. Es decir, el Barça se había hecho con la gran figura de un equipo que entonces parecía invencible y que practicaba el mejor fútbol del mundo. Y aquello funcionó.
Recuerdo aquel Ajax de Cruyff y Neeskens, equipo invencible que fue toda una revelación y toda una revolución en la Copa de Europa, justo después del mundial de Brasil de 1970. Entre uno y otro mundial, terminó el reinado de Pelé como mejor jugador del planeta y se inició el de Cruyff. De América a Europa. De Holanda a Cataluña.
Pero el acontecimiento de aquel partido en el Carlos Tartiere, acontecimiento épico y lírico, fue, sin duda, el enfrentamiento entre Carrete y Cruyff, entre uno de los grandes ídolos del oviedismo de entonces y el que estaba considerado el mejor jugador del mundo de aquel momento. Lo grande, incluso lo glorioso del caso, es que de aquel duelo no salió humillado ni ofendido, tampoco derrotado, el bravo y vibrante defensa del Oviedo. Ganó con claridad el Barça, sin duda. El astro holandés no fue anulado por Carrete, innegable. Pero, aun así, el papel que se le asignó al lateral azul lo desempeñó no sólo con dignidad, sino también con heroísmo. Luchó Carrete con todas sus fuerzas y no se lo puso fácil a Cruyff. Tanto fue así que, si la memoria no me falla, el delantero holandés recomendó en su momento que el Barça fichase al defensa del Oviedo.
La bravura y la fuerza de Carrete, su pundonor, su coraje, su energía, su empeño en salir airoso de las jugadas, su apuesta por avanzar con rapidez por el campo no sólo conjurando peligros del contrario, sino también iniciando jugadas de ataque. Carrete se entregaba con heroísmo. No daba un balón por perdido, no rehuía la lucha ni el esfuerzo, no se amilanaba ante ningún delantero rival, ni aunque se tratase del mismo Cruyff.
Estoy convencido de que en la trayectoria del jugador holandés el partido que se jugó en el Tartiere en la temporada 73-74 no fue uno más, que dejó huella en su memoria. Y ello obedeció a su duelo con Carrete.
El Barça de entonces bordaba el fútbol. Sobre el césped del Tartiere estaban grandísimos jugadores que apostaban sin fisuras por el título de liga, por hacer del equipo catalán el mejor equipo del mundo. Frente a ellos, un Oviedo recién ascendido. Frente a ellos, todo el oviedismo volcado con su equipo, sin complejo alguno, pues constaba en acta que la historia del club azul estaba marcada también por las glorias incorporadas para siempre en unos colores que, hasta en los peores momentos, no perderían su grandeza, la que nos salvó no hace tanto tiempo de una desaparición anunciada y orquestada por personajes que aún permanecen en nuestra vida pública. Pero ésta es otra historia.
Quien escribe estas líneas estaba a punto de cumplir diecisiete años, o sea, cuando vi aquel partido me encontraba en plena adolescencia, o sea, en la edad de las pasiones. ¿Cómo no sentir el oviedismo en vena tras una infancia en la que acompañé a mi padre al Tartiere, infancia marcada también por la pasión azul que se me inculcó? ¿Cómo no sentir el oviedismo en vena si en la adolescencia nuestro equipo llegó a enfrentarse en la misma liga contra el Barça de Cruyff , de Sadurní y Rexach?
Muy cerca de la grada de “preferencia”, al fondo, al lado de algunas de las puertas de entrada y salida del estadio, había un bar. Para siempre se me quedarán grabadas en la memoria las imágenes de los abrazos entusiastas y hasta dramáticos que se dieron muchos aficionados del Barça que se habían desplazado a Oviedo a ver a su equipo.
El Barça ganó con claridad, con limpieza, gracias a su fútbol, tan bueno como eficaz. Aquel domingo no había ninguna pega que poner al arbitraje, como sucedió en su momento en un partido contra el Madrid en el que el protagonista fue el árbitro, un árbitro apellidado Orellana, de muy triste recuerdo para el oviedismo.
Temporada 73- 74. Frente al Barça, nos conformamos con el gol de Galán y, sobre todo, con el heroísmo de Carrete. No sabíamos entonces que el Oviedo acabaría descendiendo. Aun estábamos en la nube que suponía haber retornado a primera división y saboreábamos poder enfrentarnos al equipo que contaba con el mejor jugador del mundo.
Tras la escena de los abrazos entre aficionados del Barça, antes de abandonar el estadio, compré una bolsa de patatas fritas y un refresco para el regreso a casa.
No llovía. Ya había anochecido. Caminaba despacio al lado de muchos viandantes que iban con la radio puesta escuchando valoraciones del encuentro.
Por vez primera en todo el día, sentí algo de frío. Me puse los guantes y me abroché la trenca.
Había dejado el espectáculo, el duelo de titanes, la épica azul. Le pregunté a mi padre si Cruyff era mejor futbolista que Herrerita. Su respuesta no fue ningún monosílabo, sino varios relatos de glorias protagonizadas por aquel jugador de su etapa de sueños y pasiones. Aquello me reconfortó mucho oírlo, aunque ya me resultaba conocido.
Más tarde, en una discoteca céntrica de Oviedo, si me aislaba de la música y cerraba los ojos, sentía la agridulce sensación de una derrota con dignidad, así como el recuerdo de la raquítica luz de aquella jornada histórica futbolísticamente hablando.
A veces, veía a Herrerita por la calle. Nunca me atreví a dirigirme a él. Pero sabía que las glorias del oviedismo estaban vivas atestiguando, acaso con cierta melancolía, sus trabajos y sus días, sus episodios heroicos.