Voy a participarles una vivencia que, andando el tiempo, se convirtió en el anticipo de aquel episodio grotesco y fantasmagórico en el que Tejero tomó el Congreso de los Diputados. Y esa vivencia tuvo lugar en la calle Foncalada el día en que dimitió Adolfo Suárez.
MANUEL P. BARRIOPEDREO. EFEEn un momento dado, al pasar delante de una cafetería, nos tropezamos con la imagen de Adolfo Suárez compareciendo en televisión. Puedo asegurarles que el semblante del político abulense plasmaba una gravedad nada impostada. Tanto fue así que entramos al establecimiento para enterarnos de lo que estaba sucediendo y convenimos en que el presidente, al anunciar su renuncia a continuar al frente del Gobierno, vivía uno de sus momentos más dramáticos como político. Más allá del contenido de su mensaje, lo que plasmaba era una honda preocupación, que recordaba a otras intervenciones públicas suyas, también marcadas por la gravedad de los hechos, a resultas de la matanza de Atocha y otros tremendos acontecimientos.
Andando el tiempo, aquella dimisión plantearía no pocas incógnitas que, a día de hoy, siguen sin despejarse del todo. En todo caso, no hacía falta mucha perspicacia para percatarse de que, en el fuero interno de aquel hombre bullía una inquietud zozobrante, un desasosiego angustioso, que tenían que ir mucho más allá de las cuitas personales.
En el curso 80-81, José Manuel Martínez González y el arriba firmante coordinábamos un programa radiofónico al que llamábamos ‘Debate Universitario’. Pues bien, la tarde del 23-F cuando lo estábamos grabando, los redactores de ‘Radio Asturias’ se alarmaron ante la noticia de la irrupción de Tejero en el Congreso de los Diputados. Lógicamente, la grabación se interrumpió y nos quedamos un buen rato para seguir en directo lo que estaba pasando.
Cuando llegué a casa, mi padre estaba muy pendiente de la radio. Todo era y estaba muy confuso. Y, en un momento dado, cuando hizo un recorrido por el dial, se encontró con música militar en una emisora. Puedo decir que jamás olvidaré su reacción, que me estremeció, reacción lógica en un ciudadano que había vivido la guerra civil y la posguerra y sabía muy bien el significado de aquello. Se diría que sus gestos daban acuse de recibo de las vivencias más duras, que, además de imágenes, también tenían música, que, a veces, podía estremecer y emocionar y, en otras ocasiones, aterrorizaba. Fue el momento en el que los peores fantasmas regresan con enorme crudeza. Fue un momento, al mismo tiempo, de parálisis y de nerviosismo extremo. Fue un momento helador.
Pero la tarde siguió transcurriendo, pero la radio continuó informando, pero no todas las noticias eran temibles. Al menos, la información llegaba.
Comunicados, noticias de los subsecretarios del Gobierno aún en funciones, reacciones exteriores. Preguntas, muchas preguntas. Incertidumbre continua. Pero no todo era tenebroso, pero había momentos en que nos resistíamos a creer que, en primer término, aquello podía ser real. Y, sobre todo, resultaba difícil de concebir que aquella sociedad española que estaba estrenando una nueva década aceptase con resignación una vuelta atrás en materia de derechos y libertades.
Llegó la hora de la cena. La noche prometía ser larga, pero, por fortuna, el golpe no se había consumado, más allá de las escaramuzas de las que íbamos teniendo noticia. Y, a pesar de todo, no necesitábamos acudir a emisoras de radio extranjeras para conocer lo que sucedía. Unas declaraciones de Pujol acerca de una conversación que tuvo en el Rey fue muy balsámica.
Llegó la noche y salí. En un piso en el que vivían compañeros de la facultad, escuchábamos la radio y teníamos la televisión puesta sin voz. Llegó el momento en el que el Rey dio su mensaje y se suponía que el golpe estaba conjurado.
Abandoné aquel piso de estudiantes muy de madrugada. En el recorrido que hice desde Fuertes Acevedo hasta mi casa en la calle Toreno, la noche parecía estar tranquila. Eso sí, observé que los empleados de la limpieza estaban muy pendientes, como el resto del país, de los transistores.
En casa, seguí pendiente de la radio. Sobre la mesilla de la sala, estaba un libro de Borges. ¡Qué singular y extraña perfección encontré releyendo el ‘Poema de los dones’ tan ajeno a lo que había estado ocurriendo en las últimas horas!
Mi padre había logrado conciliar el sueño. Recordando su reacción al oír la música militar, como compañía al estremecimiento, rescaté el poema de César Vallejo que habla de esos golpes que hay en la vida, de esas sacudidas escalofriantes de un dolor que, al mismo tiempo, quema, desgarra y llaga.
Al día siguiente, conjurado oficialmente el golpe, la televisión emitía imágenes del fin de aquella grotesca carnavalada, de alguien que fumaba un pitillo mientras hablaba con Tejero.
El día después lo vivió casi todo el mundo como el despertar de una pesadilla al mismo tiempo absurda y temible. Creo recordar que en la facultad se celebraron exámenes, pero no podría asegurarlo. En todo caso, fue muy lento y pesaroso el regreso a la normalidad.
Tiempo después, al disponer de perspectiva, lo que se fue poniendo de manifiesto, más allá de ‘las verdades’ oficiales y oficiosas, más allá de la abundante bibliografía sobre el asunto, incluida la más desmitificadora, lo que queda, dejando de lado lo grotesco de aquella puesta en escena, son los enormes contrastes.
¿Cómo no estremecerse al recordar nuestra bendita inocencia? Miren, eran los años ochenta, aquellos en los que las políticas más conservadoras se impusieron en Estados Unidos y en Inglaterra. Y, frente a ello, nosotros estábamos en un tiempo y en un país donde nos sentíamos libres, donde los sueños no se malbarataron y traicionaron del todo hasta el final de la década, donde se rompió con muchas cosas.
Y, hablando de romper, queríamos creer que estaba muy cerca la hora de la izquierda, de una izquierda que estaba llamada a transformar el país, llevando a cabo una ruptura democrática que, al final, se quedaría en desiderata.
Fuimos ingenuos, pero nos sentimos libres, en aquella década que acababa de inaugurarse.
Un golpe de Estado. Tras él, el señor Calvo-Sotelo salió elegido, como estaba previsto, presidente del Gobierno. La izquierda iba tomando posiciones.
Y, en fin, volviendo al 23-F, la radio, antes y después del golpe, marcó aquella jornada.
¡Cuántas legañas el día después! ¡Cuántas vendas y máscaras se irían cayendo! ¡Cuánto arsenal onírico poseíamos intacto y firme! ¡Cuánta energía y empuje tenían nuestras alas!
Vísperas de casi todo, del irrepetible triunfo socialista del 82, de la movida no sólo madrileña, de las noches cómplices y respondonas, de tanto amor, de tanta libertad, que nos preservaban y pertrechaban de aquel oleaje conservador y reaccionario que no cesa, de tantas y tantas y tantas traiciones, que, con todo, jamás ahogarán aquellos abrazos, aquellos versos, aquellos besos, aquellos ímpetus, aquel divino descaro, con sus himnos gigantes y extraños a todo lo que no fuera libertad, puede que sin ira, pero sí airada, pero sí vendaval.
Radio, mucha radio. Clamores con eco. Danzas nocturnas con su embrujo.
La larga noche del 23-F que empezó por la tarde. La larga noche del 23-F de la que tardamos tanto en despertarnos, pero que no nos despojó de sueños.
A la pesadilla la miramos cara a cara, la combatimos verso a verso.
Del 23 al 24 de febrero, Oviedo y España entera no dormían. Se libraban de una pesadilla. Y la espantaban.
Distinta cosa es que, más allá de nuestros fantasmas más celtibéricos, otros mucho más globales ya danzaban por el mundo. Y venían para quedarse, acaso sin demasiada prisa. Pero con total determinación.