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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: Adolescente en los setenta

1970. Mudanza a Santa Susana, 27. El arriba firmante cumplía 13 años. Fue el momento del adiós a la infancia, que coincidió con un enorme estirón. Fue la entrada en esa etapa de la vida conocida como adolescencia. Fue la entrada en una década marcada por tantos y tantos cambios en todos los órdenes.

Como ya dejé escrito aquí, desde el despacho de mi padre, la sala y la terraza teníamos a vista de pájaro el Campo de San Francisco, y todo estaba muy cerca. Recuerdo el bar Alameda, cerca de la Casa Sindical, donde a veces acompañaba a mi padre. Recuerdo un chalet que se encontraba cerca de la esquina con Calvo- Sotelo. Desde la parte posterior de la casa, que daba a la calle Santa Teresa, aún se veía el Campo de Maniobras, donde a veces jugábamos al fútbol.
El mundo había cambiado tanto que la leche ya no venía desde la Manjoya hasta casa, sino que, cada mañana, llegaba con el pan en el montacargas. El mundo había cambiado tanto que el edificio contaba con servicios centrales y no hacían falta ni el calentador de gas, ni la cocina de leña, ni las estufas. El mundo había cambiado tanto que la mayor parte de los coches ya tenían el motor en la parte delantera, lo que, según los expertos, los hacía más seguros.
Pero, en el plano personal, las peguntas que me hacía no eran, por lo común, sociológicas. ¿Por qué a partir de los trece años se hablaba de adolescencia? ¿Por qué, a partir de los trece años, aunque seguíamos contando con todas las personas que habíamos tenido en la infancia, notábamos que algo nos faltaba y que necesitábamos algo más (sobre todo a alguien más) que no fuera el entorno más cercano y familiar? ¿Había que enamorarse? ¿Había que forjarse la compañía mágica de un ser que nos llenase y nos hiciese volar? ¿Había que llegar a vivir esa sensación que llaman, no sin cursilería, sentir mariposas en el estómago? ¿No era inquietante percatarse de que no sólo nos bastábamos a nosotros mismos, que no sólo estábamos plenos y satisfechos con los afectos paternos y maternos? ¿Qué pasaba? ¿Por qué esas carencias? ¿Por qué esas insatisfacciones? ¿Por qué esas zozobras?
Hasta entonces, las melancolías y tristezas habían venido por tener noticia de reveses, enfermedades y fallecimientos de personas conocidas. Pero, a partir de los trece años, podría decir que, a veces, esas tristezas y melancolías venían desde dentro, con desasosiegos. Y, sobre todo, empezaba a atisbar, más que oscuridades, lados ocultos, que, por un lado, me suscitaban una enorme curiosidad, pero, por otra parte, temía encontrarme con profundidades no siempre gratas.
Primera imagen de lo inquietante: la portada de un libro que mi padre tenía en los estantes donde se encontraban los volúmenes de pedagogía; su título era “Psicología de la adolescencia”. Daba por hecho que en sus páginas no iba a encontrarme con aventuras y peripecias divertidas, sino con explicaciones, que no necesariamente iba a entender bien, y que, sobre todo, podrían romper -¿cómo decirlo?- ciertos sortilegios. Y- miren ustedes- la portada de aquel libro era de color negro.
Años setenta. Patillas, pelo largo, pantalones acampanados, zuecos, floripondios en el papel pintado de los interiores de las casas, coches muy ruidosos que salían al mercado. Una estética que, vista con cierta perspectiva, se me antoja insultantemente hortera.

En todo caso, la adolescencia llegó con aquella estética. En todo caso, aquella adolescencia, existencialmente hablando, no duró mucho, pues, en 1975, aunque la mayoría de edad no se alcanzaba entonces hasta los 21 años, podría considerar que empezó mi juventud.
1970. A los trece años, de algún modo, sentía que me faltaba el niño que había sido. 1970; deseaba que el tiempo transcurriese con premura. Demasiado mayor para seguir ejerciendo de niño. Demasiado imberbe para determinadas diversiones que anhelaba.
Mientras tanto, canciones. Mientras tanto, películas. Mientras tanto, historias imaginadas. Mientras tanto, libros de cabecera que hablaban de la adolescencia. Mientras tanto, los primeros pitillos. Mientras tanto, salas de juego en la calle Rosal y González Besada. Mientras tanto, esperas varias. Mientras tanto, a la expectativa de poder entrar en discotecas y de que me permitieran la entrada en los cines para mayores.
¡Ay!
Si dejar la infancia era una pérdida, alcanzar la edad (y el aspecto) para disfrutar de los privilegios de los mayores se me antojaba muy largo y lejano. O sea, que la adolescencia era sobre todo una etapa de carencias, sin los privilegios de ser niño, sin las libertades de ser mayor. Adolescencia, tierra de nadie. O casi.
Mientras tanto, cada dos semanas, cita en el Carlos Tartiere. ¿Cómo olvidar aquel Real Oviedo de la temporada 71-72, que ascendió a primera división? Y es que desde 1964, el equipo azul había descendido a segunda, y estuvo en ese pozo, lejos de sus glorias hasta el ascenso del que les hablo y que viví con tanta pasión.
Aquel Real Oviedo que contaba con un portero tan entusiasta como Lombardía, que tenía en Carrete la plasmación del coraje y la furia, que también ofrecía elegancia y clase con Javier, eficacia goleadora con Galán, su no sé qué de agonía con Crispi, su seguridad con Iriarte, y así sucesivamente. Aquel Real Oviedo que salía del pozo, al tiempo que se acercaban mis quince años.
La adolescencia era el Real Oviedo. Para ir al Carlos Tartiere no había que tener 18 años. ¡Menos mal!
Además, puedo decir que aquel ascenso del Oviedo a primera división fue una coincidencia muy afortunada. Porque a los quince años ya podía dar el pego para aparentar 18 y colarme en alguna película de mayores. Porque a los 15 años, también conseguía colarme en alguna discoteca por las tardes. Porque a los quince años el adiós a la infancia se había quedado más atrás. Porque en esas edades, dos años son mucho.
Dos años que fueron tanto. Quince años, y el Oviedo en primera. Quince años, y podía entrar al cine de 18. Quince años, y podía bailar, sentir la cercanía de una chica acompañada y acompasada de ritmos almibarados, de penumbras de ensueño, de ansias nuevas y vertiginosas.
Y el Oviedo en primera.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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