No es fácil rescatar imágenes de la infancia en las que alguien nos llevaba de la mano por una calle, aunque, bien mirado, al lograr revivir esos recuerdos, la nitidez del momento es grande. La nitidez, la ternura y la tersura. Lo cierto es que, en el caso que nos ocupa, recuerdo muy bien la escena. Me llevaban de la mano un día de mercado en El Fontán de puesto en puesto. Y, a decir verdad, debo confesar que, ya de niño, era chauvinista sin saberlo, porque, al ver frutas, legumbres y verduras, pensaba que no alcanzaban, ni de lejos, la calidad que esos mismos productos atesoraban en Lanio. Y cuando veía frutas, verduras y legumbres que no se cosechaban en Lanio, preguntaba por qué no se cultivaban en las huertas de mi pueblo. Allí (aquí) todo tenía que darse bien.
:: MARIO ROJASAsí es, de puesto en puesto, viendo cómo en algunos casos había regateos a la hora de hacer la compra, preguntándome de dónde venían aquellas gentes que allí vendían, que, por otro lado, me recordaban a aquellas mujeres que ponían puestos en las romerías en verano por estos pueblos, mujeres entrañables que siempre tenían algún detalle con nosotros.
Debo reconocer, por otro lado, que aquello me gustaba, tanto el escenario, con sus columnas, como también el colorido y el movimiento que formaban todos los puestos y todas las gentes que por allí deambulaban. Me preguntaba si andarían por allí los mismos barquilleros a los que veía con frecuencia por el Campo de San Francisco. Me preguntaba por qué eran tan distintas las miradas y hasta las sonrisas de las personas que vendían cuando se dirigían a nosotros, a los niños.
Plaza de El Fontán, despensa de Oviedo, allá en mi infancia, despensa que, como dije más arriba, reafirmaba mi chauvinismo pensando que todo lo que Lanio cosechaba era necesariamente mejor que cualquier producto comercializado. Y, si entro en detalles, lo que más reforzó aquel convencimiento fue comprobar que las manzanas que se exhibían en aquellos puestos no alcanzaban ni por asomo ni el tamaño ni el olor que las reinetas de Lanio.
Plaza de El Fontán, escenario en el que comprobé con mayor claridad que en ningún otro sitio que el registro que se usaba para comunicarse con los niños era muy distinto al que se estilaba entre las personas mayores.
Plaza de El Fontán, más allá de cualquier pintoresquismo, más allá de costumbrismos facilones. Y es que, andando el tiempo, cuando leí ‘ Tigre Juan’, de Pérez de Ayala, comprobé, entre otras cosas, cómo es y cómo puede ser el proceso de convertir la realidad en literatura, que, perdón por la obviedad, no consiste en plasmar lo que se ve, sino en transformarlo. Bien pensado, se trata de una suerte de apropiación indebida, que el propio Ayala explicó muy bien en su momento. Ver a alguien, quedarse con su imagen, pasar la susodicha imagen por nuestros sentimientos, pensamientos y fantasías, y hacer emerger todo eso como personaje literario. Don Ramón no cuenta la vida del ciudadano en el que se basó para convertirlo, sucesivamente, en Juan Guerra (nada que ver con cierto personaje del felipismo, obviamente) y en Tigre Juan, sino que, al observar al personaje real, le inventa una vida posible, vida que da lugar a una extraordinaria novela con la que, por cierto, se inmortalizó literariamente la plaza de El Fontán.
Así pues, nada de costumbrismo, nada de pintoresquismo, nada de majeza al asturiano modo, sino una historia llena de complejidad y dramatismo, con unas técnicas narrativas que son una hoja de ruta interesantísima, con una concepción del ser humano basada en las limitaciones que nos constriñen y que se anticipan a la ‘otredad’ sartriana. En este caso, Vespasiano Cebón completa a Tigre Juan y viceversa.
Por fortuna, a lo que literariamente remite El Fontán no es al colorido costumbrista, por lo común, ramplón e insustancial, sino a una de las cumbres de la prosa del siglo XX, nada menos que a Ramón Pérez de Ayala.
En este sentido, para disfrutar de la plaza de El Fontán, para llevarla, al orteguiano modo, a ‘la plenitud de su significado’, hay que leer a Pérez de Ayala, concretamente su novela ‘ Tigre Juan’.
Pero, además de la lectura de la que venimos hablando, el antes y el después de la Plaza de El Fontán está mucho más cercano en el tiempo. Me refiero al momento en que sus casas fueron demolidas, que no restauradas. Aquello llevó al periodista y escritor Carlos Luis Álvarez, uno de los grandes columnistas del pasado siglo, que siempre ejerció de asturiano, a escribir un artículo memorable en cuyos renglones se advertía el desgarro que aquello supuso para él. Fue un artículo publicado en la prestigiosa página 3 del diario ‘ABC’. Hablaba Cándido en el mencionado artículo que el episodio de la demolición de El Fontán supuso para él «una catástrofe afectiva y estética ya sin restauración posible».
Así pues, dos plumas que inmortalizaron la plaza de El Fontán, la de Pérez de Ayala en una de sus grandes novelas y la de Carlos Luis Álvarez en su artículo que es una especie de elegía. Insisto, con estas referencias, el costumbrismo amable y ramplón se quedó muy orillado frente a tan altos vuelos literarios.
Plaza de El Fontán. Aquel recuerdo de la infancia, en el que me llevaban de la mano y aquellas experiencias lectoras. Todo ello en vena, todo ello en el hondón de las vivencias más inolvidables.
Plaza de El Fontán, corazón de Oviedo, referencia inexcusable en la historia de la capital carbayona. Excelencia literaria, columnismo del mejor. Frente a ello, las dos palas excavadoras de las que habla Cándido en su elegíaco y memorable artículo, donde también afirmaba con dolor que jamás se había imaginado que iba a sobrevivir a la plaza de El Fontán de su Oviedo, de sí mismo, de esa patria que, según escribió Rilke, es nuestra infancia.
Plaza de El Fontán. A veces, me imaginé que en aquel tránsito de niño por El Fontán en el que mi madre me llevaba de la mano, nos encontrábamos con alguien de Lanio en uno de los puestos, con sus manzanas enormes y olorosas que allí nos esperaban para vencer la melancolía que nos apoderaba por estar ausentes de nuestro pueblo, de nuestro verde, de nuestro río Narcea, de nuestro paraíso, de nuestra infancia.