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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: El edificio de la Telefónica

 

«Sé tú mismo, el resto de los papeles ya están cogidos». (Oscar Wilde).

Era una de esas tardes desapacibles en las que nos vemos obligados a proteger el paraguas ante las embestidas de un viento atroz que azota. Era una de esas tardes invernales en las que la sensación de oscuridad y frío se hace eterna, en las que nos parece que el buen tiempo nunca va a llegar. Era una tarde de febrero de 1974.
El recorrido entre la calle Toreno y el edificio de la Telefónica en la plaza Porlier se me hizo largo y difícil, sólo tuvo una tregua balsámica, pero muy corta, y fue el pequeño trayecto a techo por el Pasaje, entre Uría y la calle Pelayo.
Aquel día, el teléfono en casa se había estropeado, no daba señal, y, por lo que nos habían dicho, tardarían al menos veinticuatro horas en ir a repararlo. Me encargaron que fuese el edificio de la Telefónica a hacer una llamada para dar el pésame a la familia de un maestro de escuela, antiguo compañero de mi padre, que acababa de fallecer.
En muy pocas ocasiones había estado dentro de aquel edificio que, por entonces, tenía un importante ajetreo de gente. Y, al llegar allí, tuve la impresión de que, en los días de temporal, todo se acrecentaba y se complicaba: los atascos en las calles, la posibilidad de encontrar un taxi en una parada, el dar con un sitio cómodo en una cafetería, y así sucesivamente. Y, por otra parte, siempre creí percibir, que, cuando la lluvia es intensa y los temporales resultan despiadados, la gente, en los locales cerrados, habla mucho más alto, lo que contribuye, por otro lado, a hacer los ambientes irrespirables e incómodos.
Y, a propósito de esto último, de la elevación del sonido ambiente, nunca olvidaré que me llamó la atención el contraste de sosiego que había en aquella enorme sala en la que tanta gente hablaba por teléfono. Pudo ser una casualidad que se dio en aquel momento, pero allí nadie elevaba la voz, ni las personas que estaban en las cabinas ni tampoco lo hacían quienes solicitaban su conferencia y esperaban turno.
Y, bueno, tardé un tiempo considerable en poder efectuar la llamada que me habían encargado en casa, estaba todo ocupado y tenía que esperar también a que hablasen varias personas que se habían puesto a la cola antes que yo.
Puedo asegurar que tuve una extraña y, al mismo tiempo, grata sensación, y ello fue así no sólo por estar protegido del tremendo temporal, sino también porque aquel trasiego de personas, en la mayor parte de los casos, solas, que no necesariamente solitarias, me pareció que daba mucho de sí a la hora de poder imaginarme historias.
Y es que, por extraño que parezca, el ambiente que allí capté me hizo recordar al que era propio de estaciones de tren o de autobuses. Como si cada cabina en la que se hablaba fuese, de algún modo, una suerte de vehículo en el que la gente viajaba, bien es cierto que a ninguna parte en lo que era la realidad tangible, pero, para ser precisos, se diría que cada cual se trasladaba al lugar donde se encontraba la persona con la que estaban hablando.
Por eso, puedo decir que el interior del edificio de la Telefónica me hizo recordar a estaciones de trenes o autobuses, con la particularidad de que los vehículos que transportaban a las gentes eran las cabinas y los teléfonos. O sea, que, por un lado, toda la clientela del momento compartía un punto de partida, pero cada cual se iba a un sitio distinto. En eso radicaba el encantamiento que de algún modo intuía.
Viajar sin moverse del sitio. Por lo tanto, el pequeño recibo que entregaban a cada cliente para que pudiese hablar y que, al mismo tiempo, servía, de algún modo, de factura, venía a ser como una especie de billete de tren o de autobús. Prodigioso, a decir verdad.
No puedo recordar cuánto tiempo estuve allí hasta que llegó el turno de poder efectuar mi llamada, pero lo cierto es que la espera no se me hizo pesada, sino todo lo contrario. Más bien podría decir que me supo a poco.
Aquella tarde de febrero en el edificio de la Telefónica en la plaza Porlier, puedo decir que compartí allí adentro muchas y variadas geografías y que, además, asistí a un montón de historias. Me resultó muy divertido poner nombre a cada persona que observaba hablando por teléfono. Poner nombre también a la persona con la que cada cual se conunicaba. Y dar una trama a todo aquello cuyo hilo conductor pasaba por la conversación de turno.
Ya en casa, después de dar el recado acerca de la conversación que se me había encargado, me dispuse a seguir leyendo un libro que había empezado días atrás. Se trataba de “El Jarama”, de Sánchez Ferlosio. Leer en un día de invierno una novela que tenía lugar en verano, pero que contaba una historia heladora en lo que se refiere no sólo a los hechos que ocurrían, sino también a la atmósfera prosaica en la que vivían.
De todos modos, no dejé de tener presente en todo momento la grata sensación que me produjo aquel trasiego en el edificio de la Telefónica, trasiego de viajeros que, aunque ellos no lo supieran, viajaban a un destino determinado sin salir del raquítico espacio habilitado dentro de una cabina.
Por eso, cuando muchos años más tarde, concretamente en el 93, se instaló en la plaza Porlier la escultura de Úrculo que tiene por título “El regreso de Williams B. Arrensberg”, puedo decir que aquello me resultó mágico, esto es, que, muy cerca del edificio de la Telefónica, se erigiese una obra de arte que rinde culto al viajero, a ese viajero que, seguramente, nunca pudo imaginarse que, muy cerca del lugar donde fue ubicado, se encuentra un edificio en el que la gente viajó durante décadas y décadas sin moverse físicamente de un espacio reducido.
No sabía decir si el viajero de Úrculo rinde homenaje a esos otros viajeros que hablaban por teléfono, o si estos últimos no hicieron más que adelantarse a una obra de arte que completa todo un prodigio, tan cierto como oculto, tan intenso como intangible.
Y es que también se viaja hablando.
A veces, ocurre tal cosa. Y, en algunos de esos viajes, la travesía es todo un milagro que hace frente a eso que se viene llamando realidad.

Foto de Luis Arias Argüelles-Meres.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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