:: E. C.José Domínguez Saavedra abandonó en su huída una bolsa con 251 joyas.Nos despertamos, aquel día de agosto de 1977, con una noticia que parecía una pesadilla. La Cámara Santa de la Catedral de Oviedo había sido saqueada. No sólo ocurrió lo inesperado y lo indeseado, sino que además hubo un sentimiento común de que Asturias había sufrido un tremendo despojo con alevosía y nocturnidad. Esta tierra se sumió en la impotencia que supuso sentirse expoliada. Aquel robo nos noqueó.
En casa, nos enteramos durante el desayuno a través de la radio. Y, tras haber escuchado lo que hasta entonces se sabía de lo sucedido, se apoderó de nosotros esa sensación de pesadilla a la que acabo de hacer alusión. Se trataba del robo de nuestros principales tesoros históricos, es decir, de las joyas de la Cámara Santa de la Catedral, la Cruz de la Victoria, la Cruz de los Ángeles y la Caja de las Ágatas. Y –perdón por la obviedad- lo que dolía no era el valor material de todo aquello, sino algo mucho más importante que no tenía precio y que estaba estrechamente vinculado con los sentimientos de todo un pueblo. No, entonces, al menos en lo que toca a aquel acontecimiento, no se confundía valor y precio.
Estábamos, un verano más, en Lanio, que, como cada año, celebraba sus fiestas de San Lorenzo. Recuerdo la consternación generalizada, el mazazo sufrido en toda Asturias. La extrañeza por la ausencia de unas medidas de seguridad que hubiesen podido evitar aquella desgraciada noticia.
Recuerdo también la conversación en la mesa familiar, invitados incluidos por ser las fiestas del pueblo, conversaciones que alternaban el estupor ante lo sucedido y las referencias al pasado cuando la Cámara Santa había sufrido desaprensivas embestidas revolucionarias. Estaba claro que nada tenían que ver ambos episodios. Esta vez se trataba de un hurto que atentaba contra un sentimiento generalizado en Asturias, con independencia de cuestiones políticas. A este propósito, conviene recordar que no se concedió credibilidad alguna al contenido de una llamada que se hizo a un diario nacional donde una supuesta alianza anticomunista reivindicaba la autoría del robo.
Y, a diferencia de lo que sucede ahora, Asturias entonces existía allende Pajares. El terrible suceso no sólo se difundió en todos los medios nacionales, sino que además el Gobierno de España, que entonces presidía Adolfo Suárez, anunció que el Consejo de Ministros iba a crear una comisión para legislar en pro de la protección y seguridad de nuestro Patrimonio Artístico. El ministro de Cultura era entonces Pio Cabanillas, que no tuvo reparo en reconocer que el expolio del que venimos hablando podría haberse evitado con unas medidas de seguridad que entonces no existían.
Todo estaba en pañales en lo tocante a la reconstrucción (¿más bien deconstrucción?) de los distintos discursos políticos, pero, aun así, la práctica totalidad de la izquierda se sumó al estupor y a la indignación, lo que no evitó, sin embargo, que, desde determinados ámbitos se lanzasen ciertos recordatorios históricos, aun a sabiendas que en el caso que nos ocupaba, no había lugar a comparaciones.
Todo estaba en pañales, digo, especialmente, el asturianismo. No obstante, lo acontecido tenía una carga simbólica tal que golpeó duramente los sentimientos de la totalidad de la población. Hubo manifestaciones que fueron más allá de los ámbitos meramente partidistas.
Y, por decirlo de algún modo, el relato fue discurriendo de la forma que sigue. Por un lado, estaban las noticias de las pesquisas e investigaciones policiales, y, de otra parte, también tuvieron su protagonismo personas y movimientos cívicos que pedían, con todo el derecho democrático, voz y participación en todo aquello.
La primera parte del proceso duró poco más de un mes, pues el 14 de septiembre de aquel mismo año sería detenido el ladrón y se conocería su identidad. Para asombro de casi todo el mundo, el personaje en cuestión sólo contaba con diecinueve años, lo que no impedía que atesorase un currículum delictivo que no estaba nada mal para la edad que tenía.
1977, el año de las primeras elecciones generales, un año marcado además por una enorme conflictividad laboral en nuestra tierra, un año de esperanzas y miedos, un año en el que la política parecía presidirlo poco, un año de incertidumbres, un año de cambios cuyo alcance no era fácil conocer bien.
Más que del flujo de noticias y rumores que no dejaron de proliferar, lo interesante de aquel momento fue la forma en que se vivió el referido acontecimiento. Acaso se podría afirmar que nunca hubo en tiempos recientes un sentimiento tan generalizado y coincidente, una ausencia no sólo de polémica, sino también de matices.
Recuerdo que, al final de una de las movilizaciones que hubo en aquel verano, me detuve muy cerca de la Catedral, pensando en el ‘poema romántico de piedra’ al que alude Clarín, pensando también en la portada de la ya legendaria edición de bolsillo de ‘La Regenta’ que publicó Alianza Editorial en los años sesenta, pensando, en definitiva, que el monumento que nos ocupa, valores artísticos aparte, era, al mismo tiempo, lo que más nos había unido en pro de una identidad común y también lo más universal que tenemos, entre otras cosas, por el protagonismo que acapara en una novela que figura entre las principales obras maestras del género a la misma altura de las grandes novelas de su tiempo. Y, a decir verdad, esto último lo considero de mucho mayor interés que las incógnitas que sigue habiendo del caso propiamente dicho. En todo caso, la madre de todas estas incógnitas sigue siendo hasta qué punto puede resultar verosímil que el hurto que en su momento nos conmovió tanto y tanto pudo haber sido obra de un solo autor, porque más bien parece que, por aludir a un caso muy conocido, muy de sainete carpetovetónico, pudo haber habido la compañía y la colaboración de otras personas, pudo haber secuaces. Si cierro los ojos recordando aquello, veo el plato de arroz con leche en casa, acaramelado y delicioso, mientras alguien salía en la televisión hablando de la complejidad que supondría restaurar el horrendo estropicio de aquel verano del 77. Era verano, era agosto, eran las fiestas de San Lorenzo y Asturias acaba de ser víctima de un expolio brutal. Y Asturias reaccionó con dignidad, sin particularismos.