Transcurrieron mucho años ante de que llegase a saber que estamos hablando de la calle en la que Pérez de Ayala da una lección magistral de perspectivismo en su novela “Belarmino y Apolonio”, donde Oviedo es, como en el resto de las novelas ayalinas que tienen como escenario nuestra ciudad, Pilares, y donde este entrañable enclave carbayón recibe el nombre de la calle Rúa Ruera.
Transcurrieron muchos años, digo. Y es que, desde que tengo memoria, se trata de una de las calles de Oviedo que más y mejor recuerdo no sólo por su ubicación en el meollo de nuestra ciudad, sino también porque allí vivía una familia muy cercana a la mía por una amistad ya heredada . Era la familia Canga con la que mi madre mantenía una relación muy estrecha, diría que fraternal y, por tanto, resultaban muy frecuentes las visitas a aquella casa durante mi infancia.
Calle estrecha, con mucho movimiento de gentes. La casa donde vivían los Canga era un edificio noble y notable que se percibía nada más poner los pies en el portal. Como las viviendas antiguas, techos altos y maderas que daban cuenta del paso del tiempo en sus estrías y vetas, lo que no significaba deterioro alguno. La cera y la limpieza las mantenían en perfecto estado.
Por otro lado, tan pronto se llegaba a la plaza de la Catedral, el primer impulso, acaso forjado por la costumbre, era girar a la derecha y adentrarse en la calle la Rúa. Desde el primer momento, se avistaba también el final de la calle Cimadevilla que conducía al Ayuntamiento.
Tiendas, muchas tiendas. La cercanía de la plaza del Fontán. Los continuos saludos de un Oviedo en el que casi todo el mundo se conocía. Mañanas lluviosas en las que los paraguas parecían saludarse entre sí como los señores de antes que lo hacían con aquellos inconfundibles movimientos que daban a sus sombreros.
Cogollo de Oviedo, de un Oviedo muy antiguo y tradicional que, en la infancia, no sabríamos datar más allá del “siempre todavía” machadiano que aún desconocíamos.
Calle la Rúa, como digo, infancia, tanto en las acostumbradas visitas a la familia a la que antes aludí, como también tránsito de camino a la plaza del Fontán, tránsito la mayoría de las veces grato y gozoso porque siempre había golosinas o algún juguete como premio y alegría.
Calle la Rúa. Confieso que, hasta bien entrada la adolescencia, no había reparado nunca en una casa de comidas o restaurante, en el Malani, que se encontraba al principio de esta vía pública. Y, a decir verdad, no es de extrañar que, con ese rótulo, lo que más recuerdo es una abundante y sabrosa ración de macarrones que degusté en compañía de mi padre una de las veces que fuimos allí a almorzar.
Fue una comida inolvidable y no sólo por los macarrones, sino por un personaje que estaba en la mesa de enfrente. Extraña y -debo confesarlo- hilarante la forma de comer la aquel hombre. Lo hacía muy aprisa, devorando los macarrones. Pero lo más llamativo del proceder de aquel ciudadano era que continuamente levantaba la cabeza, como si estuviera muy inquieto, como si se sintiese vigilado, como si temiese que no le iban a dejar terminar.
Su posición a la mesa no guardaba el protocolo de estar erguido y elevar el cubierto antes de deglutir. Antes al contrario, poco le faltaba para meter de lleno la cabeza en el plato, cabeza, como digo, inquieta y en continuo movimiento, como quien está aquejado de manía persecutoria, como quien teme una irrupción inoportuna en cualquier instante.
Aquello, como digo, no sólo fue chocante, sino también divertido y pintoresco. Y, al mismo tiempo, no pude dejar de preguntarme qué podía pasarle al personaje de quien les hablo, por qué tanto nerviosismo, por qué tantas prisas, por qué tanta vigilancia, al menos, en apariencia.
Cuando salimos del Malani, le conté a mi padre la escena que había estado viendo y que él tenía de espaldas. Lo cierto fue que no le concedió la más mínima atención. Los comportamientos extraños no eran para él novedad. Cosas del paso de los años, por supuesto.
Calle la Rúa. Antes de que se hablase del Oviedo antiguo, antes de que yo llegase a disfrutar de la lectura de “La Regenta” y de las novelas ayalinas, antes de que el Malani se convirtiese en una de mis muchas referencias a la hora de mi anecdotario vetustense, mucho antes de todo eso, fue para nosotros una cita familiar, un escenario continuo de nuestra infancia, un lugar de visitas que no eran de cortesía, sino muy distinta cosa.
Calle la Rúa. No olvidaré nunca, volviendo a la novela ayalina “Belarmino y Apolonio”, la emoción con que mi padre contaba la anécdota que sigue: en una ocasión, en Cornellana, en la casa de un contertulio suyo a la que acudía con frecuencia, el anfitrión leía en el jardín de su casa la novela referida, y, cuando mi padre se incorporó a la tertulia, le dijo con ese asombro propio de un descubrimiento grato, que podía identificar muy fácilmente a los protagonistas de la narración ayalina que nos ocupa, incluso recordaba sus nombres.
La referida anécdota databa de los años cuarenta. Mi padre puso mucho énfasis en ello, pues aquella tertulia era un islote de libertad en años muy duros para las libertades y también para la existencia y la literatura. El protagonista de la anécdota era un liberal de los de antes, republicano, espíritu libre e ilustrado que se evadía, como otros muchos, de aquella sórdida realidad mediante la lectura, unas lecturas que disfrutaba gracias a su extraordinaria formación intelectual.
Calle la Rúa. Realidad y literatura. La infancia. El Oviedo de siempre. La adolescencia.
Calle la Rúa, testigo de la historia carbayona y también de mi intrahistoria, la del niño y adolescente que tanto y tanto la transitó, casi siempre en compañía, de personas o libros.
O de ambas cosas a la vez en determinadas ocasiones.