“Hay cosas encerradas dentro de los muros que, si salieran de pronto a la calle y gritaran, llenarían el mundo”. (García Lorca).
Tránsito de Santa Bárbara. Cuando, en mis años estudiantiles, pasaba por allí camino de la Facultad, tras las vacaciones de Semana Santa y también en los escasos días en los que el otoño nos obsequiaba con temperaturas benignas, sabía que me esperaba, una vez que dejase atrás el arco, un pestilente olor, obsequio de quienes, en un momento de apuro, habían hecho allí sus aguas menores, camino del final de sus noches.
Tránsito de Santa Bárbara. La noche vetustense dejaba tras el arco su recordatorio maloliente. Lo sacro y lo profano. La espiritualidad tan cercana y lo humano, demasiado humano, en su versión menos sublime.
Tránsito de Santa Bárbara. Bien mirado, aunque formase parte de lo cotidiano, lo cierto es que me resultaba muy grata y llena de encanto aquella ruta los días lectivos desde la calle Toreno hasta la plaza Feijoo. Y es que no sólo se trataba de recorrer lugares conocidos y familiares, sino también de la historia e intrahistoria de Oviedo.
Lo cierto es que en el momento mismo en que ponía los pies en la plaza de la Catedral, podría decir que los siglos, como un acordeón cuando se abre, se desplegaban y, al mismo tiempo, se unían formando algo cuya música de fondo despertaba un sinfín de inquietudes.
Y es que la Catedral no sólo era la Edad Media, era también algo que llevaba directamente a “La Regenta”. Los siglos, digo, se desplegaban uniéndose. Y es que, tras dejar la Catedral recorriendo por la Corrada del Obispo, camino de la Plaza Feijoo, no sólo se pasaba, en tan poco espacio desde el Medievo hasta el siglo XVIII cuando el fraile benedictino combatía todas las supersticiones que en el mundo estaban siendo, sino que además me adentraba en unas aulas donde las teorías más en boga, en especial, el estructuralismo, se aplicaba a la lengua y la crítica literaria.
Tránsito de santa Bárbara. Hubo días, en los que minutos antes de las nueve de la mañana, la noche, con independencia de que la llegada del amanecer fuese más tardía o temprana, seguía teniendo sus peregrinos. Hubo días, en los que minutos antes de las nueve de la mañana, me encontraba con gentes para quienes la noche aún no había terminado aunque estuviese a punto de hacerlo.
En la mirada, podían adivinarse los excesos, el cansancio. A veces, también la plenitud. Eran los testigos de una noche que existencialmente no había acabado. Era una especie de cambio de turno. Deambulaban empapados y empapadas de la magia de la noche, de sus horas brujas, de sus descubrimientos, de sus vivencias sin rigideces ni tiranías horarias.
Vivían su después de la noche transitando por allí. Ésa era su mochila, ése era su zurrón. ¡Lo que cambian los tiempos! Había quienes llevaban libros en la mano, cuyas lecturas, seguro habían compartido.
A propósito de esto, tengo escrito que pertenecemos a la generación del porro compartido, acaso a la última generación que ni quiso ni pudo ni supo apostar por el individualismo, que, en lugar de decantarse por la competitividad, lo hacía por lo solidario bien entendido; se distinguía y distinguíamos muy bien entre la competencia y la competitividad.
Tránsito de Santa Bárbara. Así veía a la mayor parte de los transeúntes. Entre aquellas personas, había quienes frecuentaban la Facultad, y todos compartíamos con mayor o menor frecuencia los pubs del Oviedo antiguo. Su música, sus charlas, sus debates, sus encuentros y desencuentros.
Fíjense en esto que digo: dejar atrás el arco con sus olores, llegar a la Corrada del Obispo. Y, por aquellos andurriales, minutos antes de las nueve de la mañana, todos nos cruzábamos, quienes íbamos a clase, quienes dejaban la noche atrás, por lo común a un ritmo lento, así como clérigos que por allí andaban.
Es lo que vengo diciendo: siglos desplegados y plegados. Sinfonía de tiempos. Sobriedades y embriagueces. Clérigos y seglares. Noctámbulos y madrugadores. Muy cerca de todo ello, los muros centenarios.
En la mayor parte de las ocasiones, los transeúntes para quienes la noche no había terminado no iban en grupo, eso sucedía raza vez. Eran gentes cuyos rostros y atuendos me solían resultar cercanos. Eran la viva imagen del momento que se vive tras una larga noche, muchas veces inolvidable, no siempre para bien. Eran la puesta en escena de la disfunción entre el espacio y el tiempo. El primero continuaba siendo el mismo. Pero el segundo se encontraba desubicado. Estaba muy claro de dónde venían, pero no se sabía hacia dónde se dirigían para descansar de su noche, para ponerle fin, con independencia de que el alba ya se hubiese asentado.
Y a aquella falta aparente de sincronía con la hora que era no hacía más que reforzar ese juego de pliegues y despliegues del que vengo hablando, sólo que en este caso quienes se desplegaban y plegaban eran los horas, las horas con su locura según un memorable verso de Quevedo.
Tránsito de Santa Bárbara. Aquella carpeta azul en la que traía y llevaba apuntes. Aquellos libros que llevaba para regresar a su lectura en una hora libre, también para comentar mis impresiones con compañeros y compañeras de aula y de Facultad.
Nunca olvidaré a una pareja que parecían estar mohínos en parte por el cansancio, en parte por alguna discusión reciente. Me encontré con ellos, al pasar por el Tránsito de Santa Bárbara. El muchacho, a quien conocía de haber visto muchas veces por la zona del Oviedo antiguo, me pidió un pitillo. Tras encenderlo, le ofreció a su acompañante una calada. La chica, a pesar del cansancio, tenía unos ojos muy expresivos. Tras expulsar el humo, la mirada de le iluminó, como si necesitase el sabor y la compañía del tabaco para el momento que estaba viviendo. Les ofrecí otro pitillo. Con grata y asombrosa amabilidad, se negaron. El rito del momento era compartir el cigarrillo.
Aquel encuentro, memorable estampa de una generación que prefería compartir, me alegró la jornada y, décadas después, me reafirma en mis convicciones… generacionales.