“Hay un olvido de toda existencia, un callar de nuestro ser, que es como si lo hubiéramos encontrado todo”. (Hölderlin).
“Surgió la nube en el azul del cielo, / hubo luces de lago y de cristal. / Un ave negra dirigió su vuelo/ hacia la torre de la Catedral. / Era el misterio en la ciudad. Caía/ desde la blanca luna, gota a gota, / un hilo blanco de melancolía, / un hilo musical de lira ignota”. (José Vela).
Amaneceres con nubes, amaneceres con niebla, amaneceres legañosos. Noches frías y lluviosas, desapacibles y solitarias. Tardes tormentosas descargando granizo, amedrentando con truenos, paralizando con relámpagos. Pero ella, no sabría decir con precisión si sólo su torre, o si la Catedral en su conjunto, estaba allí, impertérrita, ajena a todas las inclemencias, segura de sí misma, indiferente a las continuas variaciones del clima. Y, a decir verdad, por mucho que formase parte del paisaje, incluso diría que la torre de la Catedral era el paisaje principal camino de la antigua Facultad de Filosofía y Letras en la Plaza Feijoo, su presencia significaba el sosiego que propone la rutina, lo conocido, lo próximo.
Torre de la Catedral. No sólo estaba dentro del libro tantas veces releído y en más ocasiones comentado, no sólo estaba en los primeros párrafos de “La Regenta”, sino que hubo muchas jornadas en las que deambulé por sus cercanías de amanecida y, también, a altas horas de la madrugada. Visitar la Catedral sin adentrarse en ella. Transitar por sus proximidades repetidamente, incluso en una sola jornada.
¿Cómo no recordar aquellas madrugadas al salir de Pick-Up, con la niebla envolviéndolo casi todo, en las que, antes de emprender el camino a casa, echaba un vistazo a la torre, a la que contemplaba la mejor literatura? ¿Cómo no recordar aquel día a día durante los años de carrera, atravesando la Plaza de la Catedral, encontrándome con una pintada que reclamaba libertad “pa los que toman algo”, con mi carpeta y algún libro como acompañantes en tan apacibles recorridos? Y es que es imposible no sentir nostalgia de una etapa de la vida en la que uno va camino de su rutina sin sobresaltos, en los que uno va camino de un lugar en el que sabe de antemano que las horas venideras no se padecerán en territorio hostil. ¡Ay!
Plaza de la Catedral. Aquella madrugada en la que la niebla llegaba hasta nuestros zapatos, en la que la humedad lo empapaba todo sin necesidad de las gotas de lluvia que habían decidido conceder una tregua de horas. Aquella madrugada en la que al salir de Pick-Up, hablamos de música, en la que deseábamos ver (y bailar) un fado, un fado con su tonalidad de lamento, de lamento no empalagoso, de atmósfera agridulce que parecía estar empapada por aquella niebla envolvente e invasora. La música la tuvimos que imaginar. La voz la tuvimos que rescatar de una canción que entonces habíamos oído recientemente. Y el baile tuvo la magia de una puesta en escena tan intensa como invisible. Y las miradas entre quienes bailábamos, en perfecta sinestesia, oían. Y el movimiento, a ritmo de fado, encontraba en la niebla, una suerte de gasa aterciopelada que lo revestía todo; los ojos daban cuenta de un tacto que nos llevaba de sinestesia en sinestesia.
Plaza de la Catedral. Antes de que la estética gabiniana lo invadiese y abigarrase todo. Antes de tener noticia de visitas guiadas por itinerarios regentianos. Antes de todo eso, digo, poemas, en especial, el que Unamuno dedicó a Oviedo: “Arrinconada, perlática y muda,/ bajo el amparo gótico,/ la torre románica,/ de la madre catedral./ ¡Qué recuerdos de días iguales,/de lloviznas de siglos,/ de nieblas del alma,/ de un ensueño silente,/ de verde de tierra,/ que desgarra de pronto/ -volador de la historia!.”
Plaza de la Catedral. Aquella tarde de invierno en la que se desató una fuerte tormenta que terminó por descargar un granizo que se resistía a deshacerse por muy decididas que fueran las pisadas que intentaban volverlo agua. Tarde en la que los paraguas no sólo sufrían los impactos de granizo, sino que además eran zarandeados por un viento encabritado que desafiaba a quienes querían mantener su protección frente a lo que caía del cielo. Tarde en la que terminamos por refugiarnos en un bar cercano, donde el tono de voz, acorde con las turbulencias, no era precisamente de baja intensidad. Tarde en la que, al final de la tormenta, paseamos por la plaza contemplando los restos de un granizo que no se resignaba a desaparecer. Tarde en la que un paraguas compartido cobijó complicidades y sonrisas que proporcionaban una serenidad más que balsámica, hasta beatífica.
Plaza de la Catedral. ¿Cómo no recordar aquella mañana en la que iba a la Facultad con un libro que reunía lo esencial de la obra poética de Blas de Otero, ya sin censura? ¿Cómo no recordar las continuas paradas de aquel recorrido para entrar de lleno en poemas que entonces leía por vez primera y tuve desde aquel momento metidos en vena? Versos que hablaban del “ronco río que revierte”, de “Mademoiselle Isabel, rubia y francesa”, del “Señor don Quijote, divino chalado”, versos que estremecían por su intensidad y perfección. Y uno se sentía como un vehículo que apenas se mueve por sus continuas paradas pero que, sin embargo, desea acelerar el paso para llegar al sitio donde podría compartir y comentar aquellos versos. Mucho ruido, mucha arrancada y apenas movimiento.
Plaza de la Catedral. Sentarse en el borde mismo de la fuente a mediodía. Fumar un pitillo en compañía. Contemplar, una vez más, la torre. Situar en ella a Fermín de Pas catalejo en mano. Imaginar el temor y temblor de Ana Ozores antes y después de de sus confesiones con el Provisor, el “frufrú” de su vestido, que diría Eça de Queiroz, describiendo los andares del personaje femenino de su novela “El Primo Basilio”.
Plaza de la Catedral. El cielo podía estar impaciente cuando no llovía. La niebla raras veces cejaba en su afán de aterrizar sobre el suelo. Al viento tendría que costarle no hacer su visita. Pero ella, la torre, podía y quería esperar que levantásemos la vista y la contemplásemos.
A su modo, ella, la torre, siempre nos dio acuse de recibo.