“Los ojos guardan algo/ que palpita en la voz”. (Vicente Huidobro).
“Mi tibio rincón, / mi mejor canción, / mi paisaje”. (Joan Manuel Serrat “Poema de amor”).
San Mateo, 1984. Aún no había anochecido cuando Serrat inició su concierto “golpe a golpe”, “verso a verso”, esto es, con Machado, con el camino que se hace al andar. Acaso el mejor comienzo posible para quienes, desde la adolescencia, veníamos siguendo la trayectoria de uno de los grandes cantautores que para mucho de nosotros era una de las principales referencias.
La plaza de toros presentaba ya entonces un estado de conservación manifiestamente mejorable. Pero estábamos allí para escuchar a alguien que admirábamos con todas nuestras fuerzas.
¿Cómo olvidar aquellos conciertos en los que determinadas canciones provocaban, tan pronto se oían sus primeros acordes, que, masivamente, se encendiesen mecheros con los que se escenificaba la liturgia obligada de rendir culto a algo que ponía música y letra a nuestra educación sentimental? Hermosa e inolvidable liturgia la de los mecheros. Las manos ardían, primero por el calor que desprendían los encendedores. Segundo, por los aplausos, fervorosos, que lanzábamos a resultas de un entusiasmo febril y, en ocasiones, delirante.
Y, entre las canciones tradicionales de Serrat que despertaban la liturgia de los mecheros, estaba el poema machadiano “La saeta”. Confieso que siempre me llamó la atención que no solía repararse en que el autor de “Campos de Castilla” lo que hace en el referido poema, convertido por la música de Serrat en canción de culto, no es precisamente halagar esa expresión de religiosidad de la tierra suya. Pero ésa es otra historia.
Serrat, en 1981, había sacado un disco cuyo tema estrella era “Hoy puede ser un gran día”, especie de himno al carpe diem. “En tránsito” era el título de aquel disco, título muy acorde con los tiempos. Recuerdo que interpretó canciones del referido álbum musical en el concierto mateíno que estoy evocando.
Y recuerdo también que, antes de interpretar canciones en catalán, las traducía. Memorable la letra de la canción que dedicaba a su mar Mediterráneo, invitando a que se reflexionase acerca de las consecuencias de la contaminación que lo convertía en una cloaca.
Fiestas mateínas en las que, como bien se sabe, el verano estaba cerca, no sólo por lo que marca la estacionalidad, sino también por los recuerdos más recientes. De hecho, seguía siendo verano, escuchando a Serrat en directo, disfrutando de las fiestas de San Mateo, sin lluvia.
Y frente a aquellas canciones insultantemente horteras y hasta ñoñas, cuando no afrentosamente vulgares, que se convertían en “la canción de verano”, puedo decir que hay una legendaria canción de Serrat, “Poema de amor”, que ponía música al verano, que nos llevaba a la playa en noches de ensueño, que escenificaba vivencias memorables, que era el himno de lo soñado que en algún momento, prodigioso y delirante, se hace realidad. Noche en el mar, niebla que envuelve, versos que encienden, acordes que ponen música a delirios portentosos.
Pero regresemos a aquel concierto de San Mateo en la Plaza de toros de Oviedo. Aute, tras el concierto “Entre amigos”, de 1983, había dejado de ser un cantautor minoritario. Y resultaba inevitable compararlo con Serrat. Más intimista y metafórico el primero, letras más elaboradas, frente a un Serrat que se decantaba más por el costumbrismo, de un costumbrismo al que, por cierto, convertía en canciones que despertaban una ternura memorable, pensemos en “Currito el palmo”, cuya historia está maravillosamente cantada y contada.
Y, siguiendo con Aute, al haber participado Serrat, en el concierto “Entre amigos” cantando el tema que lleva por título “de alguna manera tendré que olvidarte”, era, como digo, insoslayable comparar a ambos. Serrat tenía entonces, cuantitativamente hablando, mayor recorrido en nuestra educación sentimental, mientras que Aute había sido uno de los regalos estéticos más importantes de aquellos primeros años 80. De hecho, había canciones de Aute que hasta entonces eran más conocidas en otras voces como las de Massiel y Rosa León.
Primeros años ochenta en los que los cantautores no sólo llenaban los aforos de los conciertos, sino que además reverdecían antiguos éxitos. Primeros años ochenta en los que éramos conscientes de la deuda impagable que teníamos con los cantautores que tanto nos habían acompañado en nuestros afanes y desvelos en busca de sueños personales y colectivos en aquellos tiempos de grandes esperanzas.
“Esos locos bajitos” ¿Cómo olvidar el preámbulo que Serrat hizo antes de interpretar esa canción en el concierto que estoy relatando? Los niños, condenados inexorablemente, a dejar de serlo, esto es, a ser perdedores. ¿Cómo olvidar los acordes de aquella canción en la que su autor e intérprete le decía a alguien “soy sinceramente tuyo”? ¿Cómo no recordar aquella otra canción en la que la vida, a veces, nos saca a bailar propiciando lo mejor de nosotros mismos, en la que la vida, en cambio, en otras ocasiones, nos deja derrotados y contritos? ¿Cómo no tener presente en determinados momentos era desiderata tan asumible que habla de lo fantástico que sería que heredasen los desheredados y que, además de otras cosas, ese “tú”, que parecía remitirnos a un extraordinario poema de Pedro Salinas, fuese el imaginado y el soñado?
Aquel concierto de Serrat en el que no pudo celebrarse tras su conclusión un encuentro con la prensa, pues salió casi de inmediato para Logroño donde se le esperaba, seguro que no menos avidez que en Oviedo.
Aquel concierto de Serrat. Canciones de amor sin sentimentalismo. La palabra de Machado y de Miguel Hernández con la voz y con música del cantautor que tanto contribuyó a una mayor difusión de poetas tan gigantescos.
Aquel concierto de Serrat. Por la noche, en una terraza del Antiguo, el mechero que había sido instrumento de la liturgia de las canciones memorables, estaba sobre la mesa, encima de la cajetilla. Mechero rojo que había sido utilizado para momentos de culto. Apetecía acariciarlo, apetecía contemplarlo con mimo.
Por la noche, en una terraza del antiguo, quedaba, que diría Aute, la música. Y la música en algún momento nos transportó a una playa, en la que, gracias a la marea baja, unas rocas sirvieron de asiento para escuchar el mar, para que la vista intentase avistar el cielo sorteando la niebla, para que el poema de amor de Serrat se escenificase una vez más, porque, también, la vida se soltaba el pelo y nos sacaba a bailar.
Y, en efecto, no había camino; en este caso, lo abrían nuestros pasos dejando huellas en la arena, oro molido que a veces brillaba.