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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: Volver a los 17, volver al 74

«Muy frecuentemente las lágrimas son la última sonrisa del amor». (Stendhal) 
«El amor, más que un poder elemental, parece un género literario. Porque el amor, más que un instinto, es una creación». (Ortega y Gasset).

Volver a los 17, volver al 74. Mi particular regreso a los 17 fue en el verano del 84, cuando asistí a un concierto de Rosa León que tuvo lugar a plena luz del día y en el que cantó la famosa canción de Violeta Parra ‘Volver a los 17’.
Confieso que, en contra de lo que acostumbro, no volqué mi atención en la letra. Porque, –¡ay!–, me bastaba el título que, de suyo, era poderosamente evocador. El caso fue que volví a los 17, que volví a 1974. Y volver al 74 suponía, ante todo, instalarme en esa etapa de la vida en la que la adolescencia encuentra su salvación, salvación al orteguiano modo, nada que ver con asuntos religiosos que hablaban de otra vida, dichosa y eterna, si nos hacíamos acreedores a ella.
Salvación de la adolescencia, digo, de esa etapa de nuestra existencia en la que la vida nos puede golpear y nos golpea, en la que hemos dejado atrás la infancia que nos protegía de semejantes embates.
Salvación de la adolescencia que no puede consistir ni consiste en volver a la infancia . Salvación de la adolescencia que solo puede venir dada por el descubrimiento de algo tan mayúsculo que nos apodera. Ese algo tan mayúsculo es, no puede ser otra cosa, el amor.
Volver a los 17, volver al 74. Volver a ese descubrimiento decisivo que es el amor. Un amor con letra y música, un amor con escenarios, un amor que, aun habitándonos, es un dios al que le imploramos con sumisión, es un dios al que veneramos, es un dios que nos sublima, pero que también nos esclaviza.
Un dios que, en efecto, nos salva de esa intemperie, de esa hostilidad que se nos presenta en la adolescencia. Un dios que nos eleva al cielo de los místicos, a la perfección platónica de fray Luis, pero que también nos convierte en guiñapos a su merced, a su capricho.
¡Ay, el amor! Con su música, con sus decorados, con sus rincones, con esos rincones de la vida que siempre estarán en nuestra memoria, rincones que, acaso, andando el tiempo, recordamos con mayor nitidez que el rostro de aquella persona que fue tan imprescindible, que fue el cuerpo y el alma de todo un frenesí de enamoramiento.
Con su música, digo. Con sus decorados, insisto. ¿Y qué música? ¿Y qué canción? Sobre todo, una, ‘Paraules d’amor’, de Serrat. Solo una disfunción para el relato que aquí nos ocupa. No eran los 17 años en la historia cantada por Serrat, sino los 15. ¿Y?
Atravesar una puerta cerrada. Palabras de amor que acunaban y ardían, que se echaban al vuelo y que, en el momento mismo de pronunciarlas, cobraban y recobraban un poderío asombroso y que resonaban como los sueños mejor contados por poetas febriles.
Sí, sueños de poetas. Sí, la principal batalla de la que salíamos victoriosos atravesando aquella puerta, abriéndola con la magia de las referidas palabras, a las que Serrat les había puesto música.
Volver a los 17, volver al 74. A aquel año en el que Arias Navarro había anunciado un cierto aperturismo que nunca existió. A aquello lo llamaban oficialmente ‘el espíritu del 12 de febrero’. A aquel año que era vísperas de tantas cosas.
Volví al 74, volví a los 17, en 1984, al final de una tarde después de haber asistido a un concierto de Rosa León. ¡Cuánto había cambiado todo en una década! Desde luego, los de entonces, ya no éramos, ni podíamos ser los mismos, pero acaso sí lo mismo.
Volví al 74 y el cinematógrafo de mi memoria proyectó imágenes de aquel Oviedo. De una tarde en el parque San Francisco a la salida de la primera función de cine en el Aramo. De una tarde primaveral luminosa, pero aún fría. De una noche, en la que me desvelé leyendo un libro de poemas de Miguel Hernández. De una mañana de domingo lluviosa en la que nos refugiamos en los soportales de la plaza del Fontán. Del reservado que tenía en la parte de arriba una cafetería que llevaba el nombre de un aeropuerto parisino que en su momento había sido noticia porque el entonces esperpéntico dictador de Uganda había acusado a una ministra suya de algo que allí había acontecido. De algunas discotecas que frecuentábamos aquel año en Oviedo. Aristos, por ejemplo.
Oviedo, 1974. Aquel sábado por la tarde, mágicamente neblinoso, resultaba difícil ver al guardia que dirigía el tráfico, que iba vestido de blanco, incluido su casco, un color fantasmagórico al ser envuelto por la niebla. La autoridad quedaba obnubilada.
Oviedo, 1974. La vieja estación del Vasco. Continuos paseos por el andén en una tarde de junio, vísperas del primer verano en el que no deseábamos que el curso concluyese, y no porque nos entusiasmasen las jornadas lectivas. Paseos en los que se hablaba, se cantaba, en los que, de vez en cuando, no eran las palabras las herramientas para comunicarse. Un tren que se detuvo, que venía de Pravia. No esperábamos a nadie. Pero allí estábamos entre el trajín del momento. Antes de que la gente se bajase masivamente del tren, un señor, que entonces nos pareció muy entrado en años, ofrecía sus servicios para transportar maletas en una carretilla. Nos pareció entrañable.
Oviedo, 1974. Año de vísperas de tantas cosas, año en que se insinuaban cambios, año en el que el dictador no podía esconder su creciente decrepitud. La vida ya nos podía golpear, lo teníamos presente. Pero eran muchos los vuelos que estaban a punto de producirse. Los nuestros, por ejemplo, generacionalmente hablando.
Oviedo, 1974. ¡Tantas canciones casposas! ¡Tantas moralinas rancias! ¡Tantas resistencias a cambios que supusiesen libertades! Y, sin embargo, a Oviedo y al resto del país, llegaba la música que hacía soñar, llegaban canciones de amor que no eran cursis ni almibaradas, que aprendíamos con entusiasmo, que eran todo un bálsamo contra lo rancio y lo reaccionario.
‘Paraules d’amor’. Lo cierto es que, al vivir aquello, ya anticipábamos la nostalgia de un final doloroso, de un final lorquiano, de ese amor que está herido, herido de amor huido. Un final lorquiano cuya letra entonces desconocíamos. ‘Bisturí de cuatro filos,/ garganta rota y olvido./ Cógeme la mano, amor’. Pero, aun ignorando tan conmovedor poema, nos creíamos, queríamos creernos el ruiseñor que cargaba y volaba con la culpa.
Con todo, el vuelo ya estaba hecho, por encima de cursilerías, mediocridades y miserias, por encima de un tiempo que olía a cerrado y que asfixiaba.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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