Al margen de las delicias gastronómicas de la seronda, como la primera sidra que va a parar al duerno acompañada de castañas, como ese olor tan genuino de las manzanas cuando se pelan y se trocean para hacer dulce o mermelada, hay otros regalos a los sentidos en la estación, como esa hojarasca que termina por convertirse en un improvisado bodegón otoñal, como esa luz de la tarde que ya empieza en septiembre, siempre con su no sé qué de melancolía que, otras consideraciones aparte, tiene un indudable encanto. Y, especialmente en Vetusta, el otoño es un auténtico regalo.
Sin duda, el encanto del otoño en nuestra ciudad, literariamente hablando, lo descubrió Clarín. Ese arranque de “La Regenta” en otoño a la hora de la siesta, ese viento sur que acaricia y adormece, esas “sobras de nada” que iban, indolentes, de esquina en esquina. En apariencia, nada ocurría en la ciudad que, a su vez, sesteaba, pero, en realidad, las traiciones, las miserias y las grandezas bullían y se hacían hervidero, según se nos va desgranado la trama de la excepcional novela de Alas que, además de otras cosas, atesora la calidad suficiente para haber superado con envidiable ventaja el paso del tiempo.
Pero dejemos por un momento nuestra “biblia del aburrimiento provinciano”, tal y como la definió, creo que insuperablemente, Juan Antonio Cabezas. Y hablemos del otoño en Oviedo, de este otoño en Oviedo. Hablemos de ese ritmo lento, que, entre otras ventajas, permite saborear el instante. Hablemos de la hojarasca que cubre el Campo de San Francisco, que cobra tonalidades llamativas según la hora, según la luz, también artificial, que brilla con la humedad de la noche, que se resiste a ponerse mustia y que, volviendo a lo expuesto más arriba, se convierte en bodegón a pie de calle.
De esa hojarasca que antes de caer también va mudando en su aspecto y que convierte al Campo de San Francisco en la referencia obligada de una naturaleza tan privilegiada como la nuestra y que además tenemos tan cerca.
De vez en cuando, las nubes. De vez en cuando, la niebla. De vez en cuando, el cielo despejado que coquetea con nuestra ciudad. De vez en cuando, ese viento sur del que hablaba Clarín, que viene a parar a nosotros y que nos da calidez haciéndose nuestro, con brazos y abrazos invisibles.
De vez en cuando, las nubes viajeras que, como diría Verlaine, “humanizan el cielo”. De vez en cuando, al atardecer, esos trazos rojos, más bien escasos, pero que resultan tan llamativos, con voluntad de encender e incluso de incendiar el cielo.
De vez en cuando, nuestras miradas hacia las cumbres que tenemos, hacia el Naranco, hacia el Aramo, hacia la torre de la Catedral, tan genuinamente sola.
Delicias otoñales en la ciudad que transitamos. Delicias otoñales tan nuestras que la vista saborea, que el tacto apodera, que la nostalgia del rincón rural busca.
De vez en cuando, castañas y sidra dulce, que degustamos en medio de todo esto, que disfrutamos como algo nuestro por cuya presencia clama esta ciudad.
París con aguacero. Oviedo, con hojarasca, con nuestra hojarasca.
Oviedo: la seronda.