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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: Penúltimos guateques

“Nada será que no haya sido antes. / Nada será para no ser mañana. / Eternidad son todos los instantes, / que mide el grano que el reloj desgrana.” (Valle-Inclán).

“Paciencia, forma menor de desesperación disfrazada de virtud”. (Ambrose Bierce).

Prometo que no pretendo ser aguafiestas, sino dar cuenta de vivencias, eso sí, sin empalagos melodramáticos. Y, miren, lo cierto es que lo que yo recuerdo de los guateques se parece mucho a las melancólicas tardes de domingo. Para ser más precisos, diría que, si bien se organizaban semejantes festines para combatir las tristezas de las tardes dominicales, al final, lo que sucedía era que los disgustos, las angustias, las sesiones plañideras, los números que montaban las personas que se sentían incomprendidas y desamparadas resultaban antológicos. ¡Cuánto mejor hubiese sido que cada cual se quedase en su casa penando las congojas dominicales! Al menos, en muchos casos nos hubiésemos ahorrado escenas y escenificaciones empalagosas..
Domingos, horas vespertinas, digo. Siempre había alguien que aquella tarde tenía su casa libre porque sus padres estaban de viaje, o en la casa de veraneo. Y ese alguien organizaba el sarao, o sea, el guateque. Pero, de entrada, había que tener todo tipo de precauciones, bien con el vecino “repunante” que podía chivarse y quejarse por el volumen de la música, bien por el hermano o la hermana de quien ejercía de anfitrión que sufría una crisis amorosa y estaba encerrado en su cuarto y no había que molestar. O sea, que lo previo era ya un aviso de dificultades.
A pesar de todo, la fiesta comenzaba. Siempre había algún experto a la hora de seleccionar la música, generalmente suave para no molestar al vecindario, también para crear la atmósfera que estaba en el guion, al menos, en el guion desiderativo. Siempre había una mesa donde estaba la bebida. Siempre había rincones de charla, más o menos psicoanalítica.
Luz en penumbra, visillos que tapaban las ventanas, calor humano, mucha concentración de humo del tabaco, canapés que no solían ser muy variados. Las mesas de comedor se apartaban para convertir aquello en una especie de salón de baile improvisado.
Se ligaba, sí, pero mucho menos de lo que figuraba en los relatos. Y, salvo excepciones, siempre había quien estropeaba la fiesta. A veces, por los estragos que causaba la bebida. A veces, porque la misma bebida desinhibía, no en el sentido más tórrido que imaginarse cabe, sino la capacidad, infinita de algunas personas, de llorar sus penas, bien fuesen amorosas, bien fuesen por problemas familiares, bien fuesen por asuntos relacionados con los estudios. Y aquello lo trastocaba todo.
Pero, claro, si alguien rompía a llorar, o si, en todo caso, se dedicaba a explayarse a la hora de expresar sus penas, a resultas de ello, alguna de las personas invitadas tenía que hacer de acompañante y abandonar la fiesta, desgracia no sólo para quien le tocaba semejante papelón, sino también para quien se quedaba a dos velas pues pretendía ligar con quien se veía en la obligación de hacer labores samaritanas.
Por lo general, no solían concitarse conversaciones transcendentes, tal y como sucedía en la novela de Marsé “Últimas tardes con Teresa”. Se hablaba en los primeros minutos de la fiesta, con el ritual de presentaciones, y, tan pronto comenzaba el baile, el personal se dispersaba. Cabe suponer que las susodichas conversaciones las llevasen a cabo nuestros hermanos mayores, generacionalmente hablando. Pero nuestra generación, teniendo en cuenta que éramos quinceañeros en nuestros primeros guateques, no podía ser tan sesuda, no hablábamos de Marcuse, desde luego que no.
Al final, la cosa no difería mucho de las tardes de sábado en las que íbamos por el Oviedo Antiguo a tomar un vino infecto por determinados bares, en pandillas en las que solía haber espontáneos que hacían sus pinitos guitarra en mano, por lo común, desafinando. La diferencia fundamental estaba en que en los guateques se bailaba, a lo que había que añadir el morbo de lo prohibido por aquello de que se hacía una fiesta secreta, o, al menos, eso se pensaba. Se jugaba, podría decirse, a ser transgresores, voluntad, en general, no faltaba. Pero…
¿Cómo no recordar aquel guateque en el que se oyó tantas veces una canción de Roberto Carlos, la que hablaba de un gato que estaba triste y azul, y que no volvería a casa si alguien no estaba? A decir verdad, aquel ritmo y aquella voz envolvían lo suyo para favorecer acercamientos muy románticos mientras se bailaba, pero, en un momento dado, alguien protestó por la insistencia en aquella canción que tan malos recuerdos le traía. Tras la protesta airada, el llanto. Tras el llanto lleno de reproche, se paró la música. Y aconteció lo expuesto más arriba: abandono de la fiesta con el acompañamiento consiguiente. Y aquello, aunque la sesión se reanudó, no volvió a ser lo mismo.
¿Cómo no recordar aquella tarde de abril, tras la Semana Santa, en la que en Oviedo llovía ante torrencialmente antes y después del guateque? A la salida, por fortuna para aquella pareja de baile, se les veía felices tras la fiesta, caminaban muy acaramelados por las calles más próximas a la estación de la RENFE. Hubo en aquel guateque sus más y sus menos psicoanalíticos y melodramáticos, pero, al menos, no se suspendió el festín.
¿Cómo no recordar, sin ánimo de dar a esto un cierto tinte empalagoso, determinados momentos en los que el ceremonial de besos ya abrazos mientras se bailaba se ponía en escena con un ritmo lento, tan lento como el de la música que sonaba?
¿Cómo no recordar las campanadas del reloj de la Caja de Ahorros cuando daban las diez de la noche y había que acelerar el paso, porque los domingos a la hora de la cena era obligado ser muy puntuales?
¿Cómo no recordar nuestra vestimenta y nuestra estética entre los 15 y los 18 años? Los pantalones acampanados, el pelo largo, hasta donde se permitía, en los chicos. Los zuecos que calzaban las chicas, que también lucían pantalones muy anchos abajo. Y nuestra estética era un seguimiento casi total de nuestros hermanos mayores noventayochistas.
Guateques adolescentes, rituales de transgresión, marcados por un fatalismo que, andando el tiempo, nos produce ternura, la ternura que, en muchos casos, supone recordar que nos estrenábamos en rituales que nos mostraban nuestra condición de perdedores, de entrañables perdedores.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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