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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: Aquellas bicicletas que fueron para el invierno

La imagen puede contener: una persona, sentada, montando en bicicleta, bicicleta y exterior

“Ceniza, la labor de nuestras manos y un fuego ardiente nuestra fe”. (Borges).

Inolvidable aquella mañana de 1964. Al despertarnos, en la galería que estaba al fondo de la cocina, que daba a la calle la Luna, estaban los regalos de Reyes, entre ellos, las primeras bicicletas que tuvimos. Aquello constituyó una excepción no sólo por tratarse de un regalo tan especial, sino porque fue la única vez que los Magos de Oriente nos dejaron sus regalos allí, y no en el salón-comedor que daba a la misma plaza del Carbayón.
Recuerdo perfectamente que nunca deseé tanto el término del desayuno. Estaba viendo mi bicicleta roja y ansiaba estrenarla, aunque, a decir verdad, aún no había aprendido a conducirla. Aquello estaba lógicamente previsto y había dos pequeñas ruedas auxiliares, especie de apéndices, que la sostenían y evitaban caídas, siempre indeseadas.
Por fin, se acabó el desayuno. Por fin, pude estrenar la bici por el pasillo de la casa. Pedaleaba sin atolondramiento, pero con entusiasmo. De vez, en cuando, hacía que el timbre sonara. Y, una vez estrenadas en casa las nuevas bicicletas, se dispuso que disfrutásemos de ellas en la calle, más concretamente, en la pequeña plaza de una de las fachadas laterales del Campoamor donde se encuentra esa especie de “carbayonín” de juguete al que ya aludí en algún texto de esta serie.
Hacía frío, sí. Y, además, la superficie a recorrer no era muy grande que digamos; aun así, hubiese estado más tiempo rodando con mi bicicleta. Pero con siete años no tocaba decidir.
Durante la comida, se habló de los regalos. Y para todos estaba muy claro que, en cuanto hubiese ocasión, había que llevar las bicicletas a Lanio y dejarlas allí. Oviedo no era una ciudad cómoda para andar en bici, y además, una gran parte de nuestro tiempo lo pasábamos en el pueblo.
Recuerdo que hubo un momento al final de la comida que me quedé pensando en los pedales, no sólo en los de la bicicleta, sino también en los de un coche que tenía en Lanio, con un morro muy cónico. No existían en mis medios de locomoción los motores, sino lo pedales, tanto en el coche con el que tanto andaba por el patio de Lanio, como en mi flamante bicicleta.
Un traje de romano, un balón, un coche con pedales y una bicicleta. Los pies, siempre los pies. Se trataba de moverse y de mover. Todo por el patio.
De hecho, ya estaba deseando que llegase lo antes posible el momento de poder estar en Lanio y dar paseos en bici, no sólo por el patio, sino también por la finca de casa y por los caminos del pueblo. Porque Lanio es un lugar pintiparado para la bicicleta, llano como la palma de la mano.
Aquellas bicicletas que fueron para el invierno, que lo hicieron especial, que el frío no impidió disfrutarlas como el juguete más fascinante y especial que hasta entonces había tenido.
Vuelvo a la imagen de la galería de casa aquel 6 de enero. A la bolsa del revoltijo sobre el sillín. A la barra que era un signo distintivo de masculinidad. A aquel color rojo oscuro y discreto, que hacía más sufrida aún a la bicicleta, a una bicicleta que tenía en su destino caídas y golpes, consecuencia la mayor parte de las veces de garrafales despistes del arriba firmante.
Cuando transcurrieron los años y aquella bicicleta me resultaba demasiado pequeña y no era, por tanto, utilizable, me gustaba contemplarla y siempre pensaba que nunca volvió a Oviedo, que, tras aquella puesta en escena tan memorable y especial, su destino estuvo fuera del sitio en el que se produjo su puesta de largo.
Recuerdo que la última vez que rodó por Oviedo antes de que emprendiese su viaje definitivo a Lanio fue por el Campo San Francisco, claro está, con las correspondientes ruedas auxiliares, claro está, mis paseos en ella estaban bajo la protección de personas mayores.
Fue mi bicicleta hasta que cumplí los once años. Recuerdo no sólo las caídas, también los pinchazos, la puesta a punto de frenos y cadena. Siempre la cuidé con cierto cariño. Y, cuando llegó la hora de sustituirla, incluso en una edad poco proclive a tales cosas, me invadió la nostalgia. Mi crecimiento me alejaba de ella, su destino era el estatismo, pero también consistía en un recuerdo que atestiguaba vivencias extaordinarias.
Pasado el tiempo, cuando tuve conocimiento del título de libro de Fernando Fernán Gómez, o sea, “las bicicletas son para el verano”, recordé con mucha ternura que, en mi caso, fueron para el invierno, sobre todo, por el invierno. Al menos, el estreno fue en invierno, en un invierno que me ayudó a combatir el frío y a acortar distancias. Me gustaba su ruido al rodar, me encantaba frenar despacio y seguir sentado en ella. Porque, además de otras muchas utilidades, fue un asiento móvil, un antídoto contra la quietud.
Ella y yo. Mi bicicleta y yo, que me recuerda una mañana de un 6 de enero, con hechizo.
Un invierno en el que lo prodigioso lo puso aquella bicicleta roja la mañana del día de Reyes.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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