Venía de la Manjoya aquella mujer que nos llevaba la leche a casa. Desde el portal, con voz potente, pronunciaba el nombre de la señora que vivía en la buhardilla. Así, todo el inmueble sabía que la leche nuestra de cada día ya estaba en el portal. La sesión duraba poco tiempo, justo el de llenar la lechera que cada cual bajaba. Luego, se comentaba lo apacible o desapacible del tiempo. Y el ritual concluía escaleras arriba con la leche a cuestas y, con esa parquedad de palabras, propia de las conversaciones de ascensor.
Recuerdo su abrigo negro, sus medias gruesas, su tranquilidad, su delgadez. Su rostro manifestaba una serenidad que parecía guardar relación con el aplomo de su figura. Se diría que, a pesar de viajar en carro y de cargar con lecheras y bidones, su fortaleza aún no había sufrido merma en aquellos años. Era una mujer joven, eso sí, con vestimenta de persona mayor, cuya jornada laboral comenzaba muy temprano.
Cuando llegaba la lechera al número 3 de la Plaza del Carbayón por la mañana, antes de que saliésemos de casa camino del colegio, Oviedo empezaba a desperezarse, mientras que aquella mujer, que venía de su pueblo, seguro que llevaba horas trajinando. Tenía, pues, una especie de efecto despertador. Con ella, el día a día de aquel edificio se ponía en marcha.
Nunca supe el nombre de aquella mujer de la Manjoya que nos llevaba la leche. No recuerdo haberlo oído nunca en las conversaciones cotidianas. Y, a decir verdad, debo confesar que, pasados los años, lamenté no haber preguntado por ella, pues estoy seguro de que su historia tenía que atesorar un indudable interés literario.
Pero lo cierto es que sólo supe que era de la Manjoya y que su casería era grande, tanto que les resultaba rentable desplazarse a Oviedo cada mañana a vender la leche que producían sus vacas.
Mis primeros recuerdos de aquel ritual de la llegada de la leche a casa coinciden con el momento en el que se estaban haciendo las obras en el Caserón de Santa Clara para convertirlo en la actual Delegación de Hacienda.
En la acera del portal de casa, había una parada de taxis. Hablamos de un tiempo en el que transitaban por la plaza carros y automóviles. Hablamos de un tiempo de transformación de la ciudad. Y, en medio de todo aquello, la leche nuestra de cada día, leche que llegaba aún tibia, pues no le había dado tiempo a enfriar. Tan pronto llegaba a casa, se hervía, y de allí pasaba a la fresquera que daba a la calle de la Luna.
Hablamos también de un tiempo en blanco y negro, y no me refiero sólo a la televisión. Negro era el color de los coches de los taxistas. Oscurecidas y arrasadas las maderas de los miradores y las galerías de las casas de la calle de la Luna que estaban frente a la cristalera de nuestra cocina. Ennegrecida estaba la fachada de piedra del viejo Caserón de Santa Clara, en el que se llevaban a cabo aquellas obras a las que ya hice mención, obras que provocaron que ratas y ratones saliesen de su paradisíaco silencio en busca de la tranquilidad perdida.
Cuando llegaba la leche, se cumplía el primer acto común de lo cotidiano en aquel edificio de mi infancia.
Y, desde luego, el pueblo estaba aún mucho más cerca de la ciudad, incluso podría decirse que convivían, porque los productos de las aldeas más cercanas llegaban a nosotros sin necesidad de intermediarios. No existían esas fronteras que marcan los mercados actuales y el complejo proceso de la comercialización.
Hasta 1970, cuando nos mudamos a Santa Susana, aquella mujer acudió cada día a nuestro portal.
En Santa Susana, eran los porteros quienes a primera hora de la mañana servían la leche y el pan desde el montacargas. La diferencia estribaba en que la leche iba envasada en una bolsa de plástico y llegaba fría. Era una leche más ligera y liviana que comercializaba una de las primeras empresas que se dedicó a su venta en Asturias. Leche que ya no llegaba en bidones, que no iba a parar a la lechera de casa. El plástico, como envase, marcaba claramente las diferencias, marcaba los tiempos.
Desde luego, cuando Churchill relacionó la democracia con la llegada del lechero a casa, no pensaba en España. En el número 3 de la plaza del Carbayón de Oviedo, la lechera no faltaba ni fallaba, pero, en aquellos años sesenta, como bien se sabe, nada de democracia, por mucho que la llamaran orgánica.
Años de infancia, década de los sesenta en la que el siglo XIX aún no había desaparecido del todo, por mucho que signo de los tiempos fuese muy distinta cosa.
La voz de la lechera llamando a la señora de arriba. La voz del nuevo día. La voz de cada día.