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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: Noche de nieve

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“Sobre la tierra fría la nieve silenciosa”. (Machado).

Fue en 1983. Arrancaba febrero, y, de repente, se puso a nevar con ganas, con voluntad de perdurar. Y tomo comenzó, si la memoria no me falla, un 6 de febrero que fue domingo, lo que invitaba a pensar que la semana estaría protagonizada por lo meteorológico. Y así fue.
Estábamos en los años ochenta, alocados, frenéticos y hasta oníricos. Pero, sobre todo, libres, si por tal se entiende que las libertades se respiraban y se sentían, no sólo desde dentro, sino también en la atmósfera que se respiraba, especialmente durante las noches. Atmósfera que tenía su música, con letras discontinuas, acaso aparentemente frívolas; en todo caso, alegres y confiadas.
Un domingo que empezó a nevar. En los días que vinieron a continuación, la silenciosa nieve no dejó de acompañarnos, hasta el fin de semana, en la que las noches ovetenses tuvieron la diversión añadida de la nieve sostenida por el hielo.
Hablando de aquel fin de semana, próximo a mi cumpleaños, no podría decir con exactitud si fue la noche del viernes o la del sábado, a la salida de una discoteca en la calle Asturias, cuando la fiesta estaba en la calle o continuaba allí. La diversión consistía en lanzamientos de nieve, nada contundentes, sin voluntad de hacer daño, puro juego, pura complicidad.
Todo el mundo estaba muy abrigado, con guantes, con calzado para la ocasión, “calienta-piernas” incluidos, que entonces estaban muy de moda.
Resultaba agradablemente paradójico haber dejado los decibelios de la discoteca y optar, para seguir la fiesta, por algo tan silencioso y suave como la nieve, a la que se le ponía como música, en la mayor parte de los casos, risotadas; también, saludos y comentarios un tanto ruidosos.
1983, vísperas del año con el que Orwell tituló su lúcida y amarga novela. Pero aquello no estaba presente en nuestro ánimo, sino las libertades y los afanes de juerga y diversión. ¡Cuánto color, cuántas luces, cuánto desenfado, cuánto descaro, cuánta ingenuidad!
El desencanto no se abría sitio. La vida pública, incluso para los más escépticos, no generaba indignación de continuo. Se veían cosas que no despertaban precisamente entusiasmo, pero ninguna alarma había saltado.
Lo cierto fue que aquella fiesta improvisada en la calle se prolongó lo suyo. No había prisa y el frío, que no era poco, no alcanzaba a agarrotarnos ni tampoco nos forzaba a marchar en busca del calor de casa. La juerga no entendía de premuras.
Nieve en las aceras, nieve sobre la superficie de los coches, nieve pisoteada por las ruedas de los coches en plena calle. Nieve, pues, en abundancia, que, como dije más arriba, servía también de acercamiento entre las gentes.
Allí estábamos contemplando el espectáculo, haciendo de espectadores, hasta que alguien nos lanzó un puñado de nieve, a modo de saludo, conminándonos, de esa guisa, a que formásemos parte activa del festín. Nos sumamos, pues, a la juerga, con lanzamientos suaves, procurando no resbalar en el momento mismo en el que cogíamos del suelo puñados de nieve.
Eran compañeras de Facultad, con quienes habíamos compartido aula en los primeros años de la carrera quienes nos habían jaleado para que participásemos en aquello.Aceptamos de muy buen grado la invitación.
No recuerdo bien a qué hora se terminó aquello. Pero debía ser muy tarde, pues la discoteca había cerrado ya sus puertas.
Desde el portal de casa en Toreno 5, se veía la nieve sobre el verde del Campo de San Francisco. Y tenían cierto atractivo estético, a la luz de la noche, las calvas que dejaban ver el verde, calvas resultantes de que alguien había arrancado nieve para lanzarla a quien fuese.
Verdor melancólico del invierno, con su no sé qué me magia cuando lo ilumina la luz de una farola. Nieve que se posaba sobre el verde como quien busca un descanso, como quien busca también una caída suave e indolora.
Nieve que, al ser apretada por nuestros puños enguantados, se deshacía, volviéndose agua escurridiza, más escurridiza aún que el agua en un cesto de la que habló Bergson. Magia electrizante, pureza de la nieve al volverse líquida.
Coches que rodaban con cadenas que arañaban el asfalto. Algún que otro lanzamiento de nieve antes de que el alba despuntase.
Aquella noche de viernes o de sábado, con la nieve como protagonista, fue un fin de fiesta inolvidable, de una fiesta que había durado nada menos que una semana. Una semana en la que las clases se habían suspendido, en la que el Aramo y el Naranco deslumbraban con su nívea y cegadora blancura. Una semana en la que la gente recordaba otras nevadas de antaño. Una semana que, vino a ser, tal y como la recuerdo, una especie de fiesta navideñas repetidas, pero, sobre todo, inesperadas.
Una semana en la que el turrón volvió a casa, en la que el frío no paralizó la alegría, en la que la música lo ambientó casi todo.
¿Semana blanca? No, mucho más que eso. Semana “ochentera” con nieve.
Todo un festín, todo un delirio.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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