«Escribimos para saborear la vida dos veces: en el momento y en retrospectiva». (Anaïs Nin).
:: ‘EL REAL OVIEDO Y SU HISTORIA’ Y ASOCIACIÓN DE VETERANOSHablo de Javier Álvarez Alonso, conocido futbolísticamente como Javier, que debutó en el Oviedo en 1968. Su carrera deportiva concluyó en la temporada 80-81, en el Linares. El resto de su trayectoria estuvo vinculada al equipo azul. Desde su puesta de largo en el Oviedo hasta la temporada 72-73, jugó en segunda división. Vistió la camiseta azul tres años en primera. Le tocaría el descenso humillante a segunda B en 1978. Y, antes de abandonar el club, jugó dos años más en el conjunto carbayón en segunda.
Regateaba con una pulcritud asombrosa, pasaba el balón desde la banda con oficio; en los lanzamientos de faltas y en los saques de esquina daba muestras de una clase indiscutible. Se diría que en sus botas el balón disfrutaba. Sin embargo, había un sector del público que le reprochaba su aparente frialdad, frialdad que, según creo recordar, algunos confundían, si no con desgana, sí, al menos, con apatía. ¡Qué poco le faltó para ser considerado un auténtico maestro del balompié en el Tartiere! Ese honor recayó, con toda justicia, sobre Prieto, otra melancolía azul de la que escribiré pronto.
Pero, hablando de magisterios futbolísticos, el centrocampista Gento III, hermano pequeño de la estrella del Madrid, no solo aportó mucho al Oviedo en los años que jugó, sino que, ante todo y sobre todo, cumplió la labor de habilitar a dos jóvenes jugadores, Javier y Uría, como extremos. El cántabro, que se incorporó al Oviedo la misma temporada en la que debutó Javier, era lo que entonces se llamaba un interior con clase, tanta que sus pases habilitaban el juego por las bandas de los dos futbolistas a los que acabamos de hacer mención.
Javier, un futbolista contradictorio, en tanto era un extremo que no atesoraba como cualidad principal la velocidad. Javier, un jugador muy discutido por una afición que le exigía mucho y que no se privaba de abuchearle al menor fallo. No solo sufrió el maleficio de ser un canterano al que se le perdonaba mucho menos que a otros, sino que a eso hay que añadir esa apariencia, a la que me referí antes, abúlica, indolente.
¿Cómo olvidar aquel episodio en el que el entrenador Ruiz Sosa acabó arrojándole el reloj a los pies a resultas de que Javier le preguntaba continuamente los minutos que iban jugados?
¿Cómo olvidar, asimismo, un partido decisivo en el que se malogró un ascenso a Primera, cuando Toni, el que había sido legendario defensa del Oviedo, entonces ejerciendo de entrenador, increpó a Javier cuando el extremo se disponía a sacar un fuera de banda, ordenándole que se colocara de inmediato para recibir el balón?
Javier, un jugador sin furia, sin estridencias, un virtuoso a la hora de regatear, un canterano que no fue precisamente muy mimado por la afición, por una afición que, andando el tiempo, le reconoció sus méritos, que los tenía, y no pocos. Calidad no le faltaba para haber alcanzado la internacionalidad. Pero la suerte no le sonrió en ese sentido.
El arriba firmante tenía 11 años cuando lo vio jugar por primera vez, y 24 en el momento en el que Javier dejó de ser jugador del Oviedo. Niñez, adolescencia y primera juventud. Todo en el antiguo Tartiere, en aquel estadio en el que, en tantos y tantos partidos, los puros y los paraguas eran casi apéndices de la mayoría de los espectadores.
¿Cómo olvidar aquellas melancólicas y lluviosas tardes de domingo a la salida del Carlos Tartiere, cuando el Oviedo no había ganado, y la semana por delante dibujaba un panorama agridulce? ¿Cómo olvidar aquellas tardes tras los partidos en el Tartiere en las que muchos aficionados iban camino de casa escuchando la radio, al tiempo que comentaban el encuentro recién finalizado? ¿Cómo olvidar un regate memorable de Javier en el que dejó sentado a un defensa, creo que de la Real Sociedad? Maestría sin decibelios y sin exhibicionismo, pero maestría al fin.
Antes del ascenso a Primera, con la sensación de estar en un pozo del que no salíamos para regresar a las glorias más recientes del Oviedo. En la llamada división de honor, sufriendo y disfrutando. En el regreso a segunda, sin perder nunca la esperanza de que las referidas glorias nos devolviesen al lugar que nos correspondía.
No recuerdo haber visto un solo gesto de euforia a Javier. Lo suyo era aparentemente la frialdad, que tal vez obedecía a la timidez o al pudor a la hora de exteriorizar emociones.
Lo de Javier era, en cierta medida, un monólogo con el balón, más allá de ruidos y furias. Lo escondía de los contrarios, lo poseía, lo lanzaba con mimo. Lo suyo tampoco eran cañonazos, pero la precisión se erigía en nota dominante.
Sufrimos con él, nos dolía su supuesta languidez. No nos resultaban indiferentes los pitidos que a veces le lanzaban. Vivíamos con entusiasmo aquellos lances en los que el respetable le hacía justicia aplaudiendo sus aciertos. Desde luego, era uno de los nuestros.
Un día de estos, hablando con José Antonio Fernández (Jose), amigo de la infancia, con quien comparto el oviedismo y otras muchas complicidades resultantes de pertenecer a la misma generación, recordamos a Javier, que, para nosotros, fue, además de otras muchas cosas, ese quiero y no puedo tan omnipresente en el equipo de nuestros amores, esa clase, esa elegancia, sin fango, sin marrullerías, sin trampas, sin grandonismos.
Jose y yo convenimos en que Javier y su etapa en el club de nuestros amores esperan una justicia poética que solo puede ser percibida y dispensada desde ese oviedismo tan glorioso y que tanto y tanto nos duele y emociona, ya desde la infancia.