«Allí donde la vida levanta muros, la inteligencia abre una salida». (Marcel Proust).
Principiaba septiembre. Primera hora de la tarde. Recuerdo el tono agridulce de la luz de aquella jornada, tono que anticipaba el otoño. Cielo despejado y sin brisa, pura parálisis. Se diría que al verano se resistía a irse, pero, al mismo tiempo, la seronda, con la elegancia que la define, anunciaba, sin estridencia alguna, que su turno estaba llegando.
Bajé caminando desde Toreno hasta la fábrica de gas, sin prisa. El asunto que me llevaba era de poco peso, se trataba de un viejo contador de luz al que tenía que dar de alta.
Pocos coches circulando, apenas había peatones transitando por las calles. El mayor bullicio estaba en bares y restaurantes. A la altura en que la calle Jovellanos se comunica con la plaza Feijoo, me di cuenta de que aún faltaban veinte minutos para las cuatro. Decidí, pues, tomar un café sosegado en el bar Cundo, que en aquel momento tenía muchos parroquianos, más en las mesas que en la barra. Fue todo un revival aquella parada que me instaló en los irrepetibles tiempos en la antigua Facultad de Filología. Y llamó mi atención que en aquel momento, entre la clientela del bar, había algún docente. Una vez más, sin necesidad de decirlo, el mero encuentro expresaba el archiconocido “decíamos ayer”.
Pedí que le echasen una piedra de hielo al vaso de agua con el que siempre acompaño los cafés. Me agradó la parsimonia con la que saboreé mi consumición.
Salí del bar Cundo a las cuatro en punto. Y, en aquella tarde que no anunciaba sobresaltos, ni externos ni tampoco internos, debo decir que, tan pronto entré en la fábrica de gas, compareció -¿cómo contarlo?- la magia. Y es que la voluntad de estilo que la preside, tanto en su fachada como en su interior, es asombrosamente poderosa.
Lo primero que acudió a mi mente tan pronto me adentré en el interior de la Fábrica para preguntar dónde debería entregar el contador de luz para que lo activasen fue la imagen de la Central de la Malva en Somiedo, con sus piedras rojizas, con su entorno tan genuino.
A decir verdad, como la Central de la Malva fue construida como generadora de electricidad, la mencionada asociación de imágenes que hice tenía mucha lógica, la de un tiempo en el que determinadas infraestructuras industriales contaban con una voluntad de estilo que era todo un imperativo estético. Hablamos de un tiempo en que lo funcional, estéticamente hablando, no había llegado. Hablamos de un tiempo en el que determinadas industrias que comenzaban su andadura lo hacían dejando una impronta importante en lo que a su puesta en escena se refiere. La luz eléctrica que se producía con el imprescindible concurso de las aguas de los Ríos Somiedo y Pigüeña construía unos asentamientos en los que la prestancia no era, ni mucho menos, algo secundario.
Pero volvamos a la Fábrica de Gas. Entrar allí me provocó la sensación de adentrarme en un museo, aquel local enorme era en sí mismo una joya estética. Y no voy a negar que me sentí un tanto ridículo. ¿Qué rayos hacía yo allí con un contador gris sin el más mínimo valor artístico? Era como llevar un cuadro de mueblería al Museo del Prado, o así.
Un viejo contador en una bolsa de plástico. Aquello era como llevar a una cena muy especial una botella del vino peleón más infecto. Y encima la bolsita de marras, blanca y nada radiante. El contador y yo no éramos dignos de aquello ni podíamos serlo.
Fue el hecho que, al terminar la gestión, me detuve en la puerta exterior de la Fábrica a fumar un pitillo, con la extraña sensación de haber visitado un museo cuyas obra de arte eran sus paredes, toda su construcción.
Frente a mí, un trozo de la muralla. Si levantaba la vista, también estaba al alcance de mis ojos la fachada posterior de la Facultad de Filología (todavía estábamos a principios de los ochenta).
Por un momento, dejando volar la imaginación, me hice la siguiente composición de lugar: haber tenido como tareas en alguna asignatura a lo largo de la carrera escribir un poema o un relato que tuviese como escenario la vieja fábrica de gas, situándola también en el tiempo en el que fue construida, en sus años de vino y rosas, en sus años de estreno. ¿Qué hubiera salido de aquello? ¿Algo salvable, algo que podía perdurar, algo que podría haber llegado a figurar en una placa a la entrada de la Fábrica? ¡Ay!
Encendí otro pitillo mientras pensaba en las tareas que acababa de imaginarme. Textos realistas, reivindicativos de aquel tiempo, de las condiciones de vida de los trabajadores de entonces; textos, por otro lado, resultantes de la impresión que causa tan imponente belleza. Al final, puestas en común. Al final, cribas. Al final, discusiones bizantinas.
De repente, me olvidé por completo de la Facultad. De repente, aquello se poblaba de gentes del tiempo en el que la Fábrica se puso en pie. Y me sentí, más que un extraño, un intruso.
Al dar el primer paso para abandonar el exterior de la Fábrica, pasó por allí una hermosa mujer: ojos verdes con su no sé qué de melancolía, tez muy pálida sin el bronceado de verano que la situaba en otro tiempo. Caminaba con elegancia. No me supuso esfuerzo alguno situarla en otro tiempo, en el del estreno de la fábrica.
Ella y la Fábrica, la Fábrica y ella. El museo y la musa. La musa y el museo.