“Para mí, la vida es como una posada del camino, donde debo demorarme hasta que llegue la diligencia del abismo”. (Pessoa).
El mural de Navascués, el techo abovedado del que colgaba una hermosa lámpara, las patatas fritas que no eran de bolsa y solían servir con los aperitivos y que tanto me recordaban a aquellas que en mi infancia había degustado en la Paloma, en su antiguo local de la calle Argüelles. Su acústica tan genuina. Su confort, su elegancia. Su amplitud que, sin embargo, permitía varios ambientes, hasta distintas atmósferas. Hablo, estoy hablando, de la cafetería Ronda, en el edificio de la Jirafa. Hablo de uno de los establecimientos más singulares que conocí en Oviedo. La voluntad de estilo abarcaba cada rincón del local. No había un solo detalle extraviado. Voluntad de estilo y originalidad.
Era todo un lujo poder sentarse cerca del mural de Navascués, bajo aquel techo abovedado. Charlar sin prisa, no perder nunca de vista el decorado, por mucho que nos concentrásemos en la conversación. Resultaba muy atractivo el contraste que allí se observaba entre la discreción a la que invitaba el escenario, frente a las voces y murmullos que se expandían por tan singular espacio. Sin embargo, más que las palabras, llegaba la música, que se entrecruzaba y que no aturdía.
En la planta de arriba de la cafetería, recuerdo la comodidad de los asientos, también su holgura.
Abajo, tertulias y lecturas. Arriba, encuentros más personales que, al mismo tiempo, permitían ver el movimiento que había en la calle, como una atalaya cercana que, sin embargo, contaba con la suficiente lejanía para tomar perspectiva. O sea, como diría Ortega, desde allí no se percibía bien la nariz de Cleopatra, ello en el supuesto de que la reina egipcia deambulase en aquellos momentos por la calle Pelayo.
Y no sólo tertulias, también lecturas. ¿Cómo olvidar el lujo que para mí suponía entrar en la cafetería Ronda con el libro que acababa de adquirir en la librería Santa Teresa y comenzar, acompañando aquello de un café, aquella apuesta literaria que tanto prometía?.
¿Cómo no recordar aquel sábado a última hora de la mañana cuando entré en la cafetería Ronda con, “El siglo de las Luces” y “La Consagración de la Primavera”, de Alejo Carpentier? Primer dilema: elegir cuál de los dos leería primero. Empecé por el último. Era una edición de Siglo XXI editores. Y, andando el tiempo, ante ese tópico tan repetido de que “El siglo de las luces” es un fresco del siglo XVIII, cabría extrapolar eso mismo a la novela que empieza en la Primera Guerra Mundial y que concluye con un episodio épico de la revolución cubana. Todo un recorrido apasionante por la pasada centuria. A mi juicio, una obra maestra de nuestra narrativa en castellano. Una prosa que desbordaba y un afán por contar tan contagioso como efectivo..
Pero regresemos a aquel sábado. Llovía. Fue en febrero. El día estaba oscuro y desapacible, y, por supuesto, invitaba a leer. Y fue todo un acontecimiento dar comienzo allí a una de los libros más apasionantes que conozco.
Pero no sólo lecturas, también tertulias. Un día de semana por la tarde allí estábamos con uno de los primeros números de la Revista “Cuadernos del Norte”. En algún sitio, se hablaba de Navascués, del autor de aquel mural que teníamos ante nosotros. No se trataba de hacer sesudas ni pretenciosas digresiones sobre la obra del citado artista. La cosa era muy distinta, simplemente, disfrutar de aquella cercanía, contemplar lo que Navascués había hecho con la madera. Genuina vanguardia en un escenario donde lo clásico también era omnipresente.
Sin embargo, las estancias en la planta de arriba, más que a lecturas o a tertulias, invitaban bien a la confidencialidad, bien a la observación de lo que transcurría por la calle. Tardes de domingo, llenas de complicidades y entusiasmos sin estridencia. Tardes en las que el protagonismo, más que en las palabras, estuvo en los gestos y en las miradas.
Cafetería Ronda. Por mucho que la Jirafa impusiese desde afuera, por mucho que destacase todo aquello, puertas adentro del local se percibía un universo independiente, con mezclas e incorporaciones temporales más que sugerentes.
Cafetería Ronda. Mi última estancia en ella fue también un sábado a la hora del vermú. Me encontré, por casualidad, con un editor madrileño que estaba de paso por Oviedo. Curiosamente, para el visitante, fue su primera vez en la cafetería Ronda. Y alguien se le había recomendado encarecidamente para disfrutar del aperitivo.
Confieso que, al pasar por la calle Pelayo, casi todo son ausencias. Ya no está la Librería Santa Teresa, tampoco sigue abierto el bar Pelayo, y lo mismo pasa con la cafetería de la que vengo hablando.
Acaso sea una de las calles que más cambios ha sufrido en lo que respecta a sus negocios tradicionales, a sus citas más clásicas.
Cafetería Ronda. Lecturas sabatinas. Gestos y complicidades dominicales.
Lamenté –y no poco- su cierre.