«El hombre sigue siendo el dios que se ha perdido a sí mismo». (Nietzsche).
Mañana calurosa en la calle Uría, con nubes viajeras sobre el cielo que, en lugar de servir de refresco, lo que hacen es anunciar tormenta. Y, de repente, en pleno sofoco, un recuerdo que tuvo lugar en la misma vía pública, a otra hora del día, en distinta estación. Fue un mes de septiembre casi al caer la tarde.Yo era un niño de 8 años.
Hubo un momento en el que detuvimos nuestra marcha, si la memoria no me falla, en el local que tuvo en su época Cortefiel en la calle Uría. El escaparate era muy amplio y estaba lo suficientemente alejado de la acera. Y detuvimos nuestra marcha porque se puso a llover de forma intensa, al tiempo que se levantó una ventolera fuerte que hacía muy difícil mantener erguidos los paraguas para que pudieran cumplir su función.
De repente, un recuerdo, ciertamente refrescante, para combatir con su ayuda el bochorno. Un recuerdo que me llevó a la infancia, al pantalón corto, a aquella época de la vida en la que siempre que salíamos a la calle lo hacíamos en compañía de nuestros mayores.
De repente, esta vez volviendo al presente, un encuentro con un viejo amigo, uno de esos encuentros en los que, a pesar del tiempo transcurrido, la conversación fluye como si nos hubiésemos visto el día anterior. Tanto fue así que, ante el bochorno imperante y la decidida voluntad de cambiar impresiones por parte de ambos, decidimos acomodarnos en una terraza para refrescarnos mientras dábamos cuenta de tantos y tantos recuerdos comunes.
El refresco, el café, los recuerdos. Mi amigo y yo convenimos en que, para nosotros, aquellos escaparates grandes y alejados de la acera que tanto proliferaban en la calle Uría eran un alto en el camino, constituían una forma de apartarse del gentío, y su principal interés no radicaba, ni mucho menos, en la ropa que allí se exhibía, sino en algunos maniquíes a los que no era difícil convertir en imaginativos juguetes, con nombre y, sobre todo, con papel en las historias que, instantáneamente, urdíamos.
Por otra parte, también hablamos de la historia de la propia calle, que representa, ante todo y sobre todo, la modernidad en Oviedo. No es casualidad que al final esté la estación de la Renfe. Tampoco lo es que, en su momento, fuese una zona residencial, con palacetes y chalets que marcaron la estética de una época.
¿Cómo no recordar la soberbia prosa de Clarín a la hora de describir los palacetes indianos que se iban construyendo? Soberbia prosa, en efecto, y, al mismo tiempo, injusticia poética hacia quienes, con sus luces y sus sombras, fueron los principales artífices de la modernidad en Asturias, esto es, hacia los indianos, mecenas construyendo escuelas, adelantados a su tiempo, llevando a cabo obras que dejaban atrás tiempos duros e incómodos en los espacios urbanos. Soberbia prosa, digo, en la que Clarín utiliza la torre de la Catedral como la atalaya de Vetusta donde el magistral contempla lo que considera que son sus dominios. Pero es Alas el que se sirve de don Fermín para descalificar una estética, la de los palacetes indianos, que tiene, sin duda, su mérito y que dejó su impronta en nuestra tierra, una estética con la que Clarín no fue justo.
No tardamos en regresar a nuestros recuerdos. Por un lado, y, al fondo, la estación de la Renfe. Por otra parte, las paradas de autobús en las que había una especie de estaciones nunca así declaradas. Pensemos, por ejemplo, en el local donde estuvo Chavalín. Las gentes que se detenían en su escaparate no eran siempre potenciales clientes de aquella tienda, sino viajeros esperando al autobús, que se refugiaban, a veces de la lluvia, a veces del barullo. O que, en no pocos casos, hacían su alto en el camino con las bolsas de la compra.
Una calle que era -y continúa siendo- paso obligado para viajar en tren o en autobús, pero que también invita –¡y cuánto!– a viajar en el tiempo.
Calle Uría, la modernidad; calle Uría, el Comercio; calle Uría, el viaje. Calle Uría, el tiempo en marcha precisamente en la ciudad que sestea literariamente, y no sólo en ‘La Regenta’.
Calle Uría, que, con el tiempo, se fue acrecentando no sólo en el espacio que ocupa, sino también en lo que respecta a su actividad comercial.
Después del refrigerio y de la amena conversación, reanudé la marcha. Y, de repente, me detuve ante el lugar que sirve de recordatorio y homenaje al legendario Carbayón. En algún emplazamiento tuvo que comenzar la modernidad, acaso se erigió a partir del rincón que es la referencia del Oviedo más clásico y tradicional. Comienzo que además arranca al machadiano modo, esto es, en una calle que es sobre todo camino, tránsito, actividad, en una calle en la que apenas puede hablarse de parálisis.
Desde la calle Uría. De repente, un recuerdo, escaparates como refugios, como estaciones no sólo de tren y autobús, sino también de peatones que, por diversas razones, decidían y siguen decidiendo detener su marcha en medio de un bullicio que, salvo festividades, no cesa, nunca cesa.