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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

RECUERDOS DE OVIEDO: AQUELLA TARDE EN CORREOS

La imagen puede contener: una o varias personas, personas de pie y exterior

“Con veinte años todos tienen el rostro que Dios les ha dado; con cuarenta el rostro que les ha dado la vida y con sesenta el que se merecen”. (Albert Schweitzer).

¿Cómo no recordar aquellos tres buzones del edificio de correos de Oviedo, que rezaban así: “España, provincia, extranjero”? Confieso que en alguna ocasión, al levantar la parte superior del buzón echaba un vistazo al enorme fondo que se veía, donde, por lo general, se agolpaban montones de sacas a cuyo alrededor estaban muchas gentes deambulando. Pero nunca me había imaginado que llegaría a conocer un lance, dramático de una adolescencia prolongada, que, con el paso del tiempo, me suscita una enorme ternura.
Imagine el lector por un momento que una muchacha se arrepiente de haber enviado una carta a su chico en la que le manifestaba su firme determinación de poner fin a su historia de amor. Que se arrepiente hasta el extremo de llegar a desesperarse y que su propósito es que esa epístola de ruptura no llegue a su destinatario. Y que, llegado el momento, decide personarse en correos para que le devuelvan la misiva de marras. Pero -¡ay!-, le da “mucho corte” presentarse allí sola a formular semejante petición.
Entonces, en un momento dado, decide llamar a un amigo para que la acompañe en semejante empeño. Y, como era de esperar, el amigo en cuestión no se niega a escoltarla.
Aquello sucedió en la tarde de un miércoles de un mes de abril, un día antes de la Semana Santa, en 1979. El destinatario de la carta se había ido a su casa a pasar las vacaciones, en un pueblo de una provincia castellana. Y, justamente el día de la partida, habían tenido una fuerte discusión, que, sin embargo, no recordaba cómo había empezado. Pero aquel desencuentro la llevó a pensar que era mejor que la relación no continuase. Se había pasado dos días escribiendo la carta que aquí nos trae, cartas que, al final, rompía, porque, tras releerlas, siempre encontraba algo que no la convencía, en parte porque no quería ser hiriente, en parte, por no estar del todo persuadida de las razones que esgrimía para la ruptura. Pero, al final, dio con la versión que consideró adecuada, economizando palabras, ocultando reproches, asumiendo el peso de la decisión, con el convencimiento de que era lo mejor para los dos.
La susodicha versión definitiva la redactó nada más comer, hacia las tres de la tarde. Desde su casa en las proximidades del antiguo Carlos Tartiere, bajó andando al edificio de correos donde depositó la carta. Y, en el camino de regreso a su domicilio, no se detuvo ni un instante.
Se encerró en su cuarto a escuchar música y a pensar obsesivamente en lo que había escrito, a imaginar los gestos del destinatario cuando leyese la carta. Por mucho que se repetía a sí misma las razones expuestas en la carta, no pudo evitar sentirse culpable no sólo por el disgusto que se llevaría el que hasta entonces había sido su novio, sino también porque, en el fondo, no estaba del todo segura de haber agotado las posibilidades de que aquella relación pudiese llegar a funcionar debidamente. Al final, fue esto último lo que más pudo.
De modo y manera que llamó a su amigo para que la acompañase a las oficinas de correos a intentar la recuperación de la carta para que no llegase a su destino.
La suerte le sonrió en el sentido de que su amigo estaba en casa y tampoco tenía ninguna obligación ineludible aquella tarde.
Le explicó por teléfono de qué se trataba y quedaron en verse en el bar La Gran Vía, en la Avenida de Galicia. Desde allí se encaminaron a correos.
El inicio de la gestión fue atípico, forzado y un tanto incómodo. Abrieron el buzón y, levantando inevitablemente la voz para ser oídos, un trabajador que deambulaba por allí se acercó a preguntarles qué deseaban. Nuestra protagonista, con la voz entrecortada, sin entrar a fondo en los detalles, explicó que necesitaba recuperar una carta que había depositado horas antes en el buzón, pues contenía una información errónea, según pudo comprobar tiempo después, y aquella información errónea podría acarrear disgustos innecesarios. El trabajador de correos le dijo que sería mucho más sencillo que llamase por teléfono a la persona a la que iba destinada la carta, pues la misiva tardaría en llegarle unos dos días. La respuesta fue la esperada: en la casa del destinatario no tenían teléfono, ni en el pueblo tampoco. El funcionario de correos no pudo no sonreírse, convencido de que aquello era una disculpa fácil.
Les indicó que esperasen un momento, pues tenía que consultar aquello. Tras unos minutos que se les hicieron eternos, volvió y les invitó a pasar por un acceso para ellos desconocido.
Por fortuna, la carta estaba en la saca correspondiente dentro del edificio de correos. La muchacha mostró su carnet de identidad para que pudiesen comprobar que era la remitente, pues su nombre figuraba en el reverso del sobre. No hicieron demasiado caso de aquello, convencidos de que, con tanto dramatismo, no podía estar fingiendo.
¡Por fin recuperó la carta! Pero, para sorpresa de su acompañante, no la rompió, sino que la releyó varias veces camino de casa.
Soplaba el viento desangelado de la cuaresma, que invitaba muy poco a detenerse en la calle. Su amigo la acompañó hasta el portal. Volvió a encerrarse en la habitación y, al mismo tiempo, se sentía agotada y, en cierta medida, aliviada. Digo en cierta medida porque no pudo sacudirse la congoja.
De aquello pasaron más de treinta años. Hoy el edificio de correos no tiene los tres buzones. La protagonista de este lance llegó a casarse con el destinatario de la carta, y lleva más de una década divorciada.
Y su acompañante no deja de preguntarse si hubiera sido mejor para ella que se negase a acompañarla, porque, de haberlo hecho, es probable que la carta hubiese llegado a su destino. No deja de preguntárselo, pero sabe que nada garantiza que, con todo, la ruptura hubiera sido definitiva, ni tampoco que, de circunstancia en circunstancia, su vida hubiera ser mejor, por aquello de que todo es susceptible de empeorar.
Se echan de menos aquellos tres buzones.
¿A que sí?

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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