«La puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse un poco para abrirla: si uno la empuja, la cierra cada vez más». (Kierkegaard).
«Estar aquí como el arte. / Sin qué, para qué, por qué, / viendo que se mueve el aire». (Carlos Bousoño).
Oviedo, principios de julio de 1980. Quedaban pocos minutos para que la librería Santa Teresa cerrase aquella tarde cuando salí de casa; pero llegué a tiempo para comprar un libro del que me habían hablado con entusiasmo. Se trataba de ‘La Historia Interminable’, de Michael Ende. Era uno de esos escasos días en nuestra tierra sin apenas nubes, con calor sofocante.
Aunque ya estaba empezando a refrescar, en el camino de regreso, compramos sendos helados en el paseo de los Álamos, que fuimos saboreando despacio. Al llegar al estanque del Campo de San Francisco, decidimos tomar un refresco. Allí estaba el Aguaducho con sus mesas y sombrillas, como destino pintiparado para ello.
Toda una delicia el refresco que parecía reclamar la presencia de una brisa fresca. Toda una delicia tener aquel libro en las manos que prometía una lectura voraz y aprovechable. Todo un lujo, aquel momento de sosiego no sólo porque el atardecer estaba próximo, sino también porque la cercanía del estanque con sus patos, cisnes y pavos reales tenían su no sé qué de mágico.
Y los refrescos, con sus rodajas de limón y sus piedras de hielo, servidos en vasos de propaganda de una conocida marca constituyeron el acompañamiento perfecto para aquel momento.
Abrimos el libro varias veces, por rigurosos turnos marcados por la cortesía mutua. Y, de repente, reparé en la caseta del bar, que durante todo el invierno permanece cerrada.
A decir verdad, tenía –y tiene– su gracia que algo tan pequeño cuando está cerrado, pueda, llegado el momento, expandirse tanto con sus mesas, asientos y sombrillas, con todo lo que ello acarrea de poder de convocatoria.
Las burbujas del refresco, la luna por la que esperábamos, el comienzo del libro recién adquirido.
Tarde, en efecto, sosegada, de un tiempo de vísperas de las fiestas del verano a orillas de Narcea. Me esperaba mi pueblo, Lanio, me esperaba mi río, me esperaba mi paraíso.
¡Qué espera tan agradable la de aquel momento en el Aguaducho!
Una espera que, bien mirado, abarcaba mucho más, cuando se iniciaba una década, la de los ochenta, en la que, como escribí muchas veces, los miedos de los primeros años de la transición se iban retirando para dejar paso no sólo a las grandes esperanzas, sino también a unas vivencias en las que, internamente, las libertades cobraban protagonismo y se adueñaban de nuestro sentir y de nuestro pensar.
Un tiempo en el que los buenos libros no sólo estaban para ser devorados, sino que también –y sobre todo– eran acompañantes insustituibles.
Había mucha gente alrededor del estanque, de todas las edades, que se dejaban oír mucho más que el conjunto de personas que ocupábamos las mesas de la terraza veraniega del Campo de San Francisco.
Estábamos con las primeras palabras de ‘La Historia interminable’ y, una vez más, hablamos de los mejores comienzos de novelas que conocíamos. Y, en pleno mes de julio, el arranque preferido seguía siendo el mismo, el de la ‘Sonata de Estío’, de Valle-Inclán, que reza así: ‘Quise olvidar amores desgraciados y decidí recorrer el mundo en romántica peregrinación’.
A nuestra izquierda, dos pavos reales desplegando sus colas, como abanicos en lo que al cromatismo se refiere, exhibiendo poderío y belleza.
Nos hacíamos los remolones, prolongando nuestra estancia. Los vasos ya estaban vacíos, pero la plenitud de aquello no había descendido lo más mínimo.
Un libro de cuya lectura esperábamos mucho. Un atardecer con el sosiego del místico que resultaba muy reconfortante. Unos pavos reales que daban lustre al marco y al cuadro del que formábamos parte. Unos cisnes ajenos al modernismo y a lo que vino después. Unos patos que comían con avidez trozos de barquillos que les lanzaban los niños que por allí se divertían. Una puesta de sol que no veíamos bajo los árboles. Un tráfico que iba a menos. Un fin de curso que se había quedado atrás.
Durante mucho tiempo se dijo que Oviedo no era una ciudad para el veraneo, pero, desde luego, sí puede serlo para el verano.
Un niño rubio caminaba en el medio de sus abuelos, que le ofrecieron un barquillo, pero –¡ay!– la criatura quería un helado y el acuerdo no parecía muy fácil de alcanzar.
Antes de irnos, recordé lo mucho que habíamos frecuentado de pequeños la guarida de Petra, aquella osa tan familiar para todos nosotros.
Al dejar el Aguaducho, decidimos ir a la playa al día siguiente a primera hora de la mañana. Apenas corrían nubes por el cielo, paseamos por el acantilado. Nos acompañaron dos libros, el recién adquirido y otro que se había publicado muy recientemente, ‘Expresión y Reunión’, de Blas de Otero, en cuya portada podía verse una soga, la de la angustia y la de la censura.
Al irnos, los pavos reales ya se habían marchado y el niño que quería un helado, al final, se había salido con la suya, lo disfrutaba, al tiempo que su abuela le advertía que se lo comiese despacio. Aquello estaba tan frío que podía hacerle daño.
Un cisne escondió su cabeza. Pura quietud.