«Nadie puede huir de sí mismo. Si audaz, audaz; si débil, débil» (César Pavese)
En el momento mismo en el que leí el reportaje que se publicó en el número anterior del suplemento de Oviedo de EL COMERCIO acerca de la historia de los puestos de helados en el Paseo de los Álamos, el baile de imágenes, almacenadas en los desvanes de mi memoria, fue frenético, al tiempo que no encontré una respuesta inequívoca a la pregunta de si fueron antes los barquillos o los helados en mi recuerdo.
Los barquilleros estaban, ya cuando yo era niño, en el Campo de San Francisco. Y recuerdo que me resultaba muy agradable poner en marcha la ruleta de aquel bidón. Lo curioso era que no contaba el resultado del recorrido, sino el hecho mismo de hacerlo. Y, dependiendo de la hora del día, tocaban barquillos o galletas, por la mañana y por la tarde respectivamente. Ello era así por lo que marcaba el apetito.
Por su parte, los puestos de helados se encontraban, ya en mi infancia, en el Paseo de los Álamos. Lo que desconocía, hasta que leí el referido reportaje en el suplemento carbayón de EL COMERCIO era que esa ubicación de esos puestos de helados tienen la misma edad que el arriba firmante.
Insisto: no puedo precisar si probé antes los barquillos o los helados, pero, en todo caso, sí recuerdo que, cuando saboreaba de niño los helados, ya aspiraba, también en eso, a lo imposible: hubiera preferido comerme antes el cucurucho o el barquillo que los emparedaba que el helado propiamente dicho. De postre, siempre lo más dulce, sobre todo para un llambión incorregible.
Lo cierto es que, al tener noticia de que los susodichos puestos tienen la misma edad que yo, sentí un estremecimiento importante. Ya se sabe: el paso del tiempo, lento en los primeros años, pero cada vez más trepidante.
La edad de los puestos de helados. Mi sabor preferido era el mantecado, andando el tiempo, la vainilla. Y, como siempre, el ‘conflicto’ interno que, por un lado, me llevaba a obligarme a mí mismo a saborear despacio el helado, disfrutándolo con morosidad, frente a la avidez con la que me deleitaba con aquellos helados tan ricos.
Helados consumidos casi siempre mientras paseaba. Y, en aquellos trances, la atención estaba puesta casi en su totalidad en disfrutar del helado, pasando desapercibido todo lo que tenía a alrededor mientras caminaba. Y también debo confesar que era más fácil aminorar el paso que consumir despacio el helado.
Otra coincidencia, imagino que generalizada: consumí muchos más helados de cucurucho que de corte, del mismo modo que, por lo común, prefería el barquillo a la galleta. Más tarde llegarían los ‘polos’ que, sin disgustarme, nunca fueron mis preferidos, aunque tenían la ventaja de que tardaba más en consumirlos.
Helados y barquillos. ¿Nos dejan de gustar los barquillos cuando dejamos de ser niños, o, más bien, seguimos una pauta no escrita de que no son bocado para mayores? Y es que estoy convencido de que, en efecto, dejamos de comprar barquillos desde la adolescencia en adelante como, si más que una golosina, fuesen una costumbre que ya no toca.
Helados y barquillos. Rara vez nos detenemos a comer un helado en un banco de los que hay en el paseo de los Álamos. Algo de especial tienen los helados en el sentido de que su degustación no nos paraliza.
Por otra parte, hay algo muy literario entre los helados y nosotros. Cuando hace mucho calor y los consumimos paseando, se diría que luchamos contra el calor no sólo refrescándonos al consumirlos, sino también combatiendo contra la tórrida temperatura que propende a derretirlo. Está claro que salimos victoriosos en ese lance, pero es todo un desafío.
Sesenta años hace que los puestos de helados se instalaron en el Paseo de los Álamos. ¿Y si recordamos los precios? Tarea imposible o en todo caso dificultosa, si hablamos de un tiempo en el que siempre íbamos acompañados por un familiar que era el que los pagaba. Pero me atrevería a aventurar que los había, como ahora, de distintos precios, según el tamaño de la bola, y que tengo una vaga noción de que costaban una o dos pesetas, atendiendo a ese criterio.
Y, más tarde, creo que en los años ochenta, ya empezaron a venderse helados ‘de máquina’, con distintos sabores y muy cremosos. Y debo reconocer, en honor a la verdad, que, por mucho que me hiciese promesa a mí mismo de saborearlos despacio, siempre los consumí muy rápido. De hecho, desde que compraba el helado en el puesto más cercano a la calle Toreno, al llegar al portal de casa en el número 5, sólo me quedaba el barquillo.
No es frivolidad, no es algo insignificante tener la misma edad que los puestos de helados en el Paseo de los Álamos. Se trata de un dato muy literario. Y, en todo caso, digno de ser celebrado.
Puestos de helados en el Paseo de los Álamos, todo un referente vital, todo un acontecimiento cumplir años con los que fueron los pioneros.
El verano, que se prolongaba hasta las fiestas de san Mateo, eran aquellos helados de cucurucho de mantecado. Preferiblemente, con bola doble.
Toda una delicia.