«¿No te entienden? Pues que te estudien o que te dejen; no has de rebajar tu alma a sus entendederas». (Miguel de Unamuno).
Una tarde de mayo de 1970. El tiempo de espera que va del cierre a la apertura del semáforo, del rojo al verde, fue revelador. Allí estábamos, al final de la calle Santa Cruz, haciendo esquina con la calle Santa Susana. Lo dicho: dio mucho de sí el escaso tiempo que transcurrió hasta que reanudamos la caminata. Puse mi atención en el Bombé, en su fuente, en aquel espacio en el que a veces jugábamos a pio campo, en aquel espacio en el que, en alguna ocasión, andábamos en bici, en aquel espacio que habíamos recorrido tantas tardes con el cartapacio del cole y un balón, escenarios de juego y esparcimiento, desahogos de la energía infantil.
Y, calle abajo, por Marqués de Santa Cruz, estaba el cine que tenía el mismo nombre, aquel cine que, como conté en esta misma página, cuyo precio eran diez pesetas. Juegos y entretenimiento. Juegos en el Campo de San Francisco y acción en el cine, vista desde la butaca de patio.
Como digo, 1970, es decir, trece años. Mientras esperaba la apertura del semáforo, tenía ante mí los escenarios de mis años de infancia. Pero -¡ay!- faltaba algo. ¿El qué? Ante todo, interrogantes. ¿Cómo podría explicarse que, a consecuencia de un gran estirón que había tenido tres meses atrás, hubiese caído enfermo con episodios febriles que me habían obligado a guardar cama varias semanas? Y, por otra parte, ¿dónde podría encontrar la respuesta al hecho de que los juegos y entretenimientos que hasta entonces me habían divertido tanto fuesen ya insuficientes?
A todas éstas, el semáforo se abrió. Enseguida llegué a la casa a la que habíamos acabado de mudarnos, en santa Susana 27 (creo que la numeración cambió). El edificio estaba pegado a la Iglesia de los Carmelitas y se encontraba muy cerca la Plaza España con sus Gobiernos civil y militar. O sea, que estábamos totalmente protegidos tanto por el poder espiritual como por el poder temporal. Totalmente a salvo de cualquier contingencia.
Y, en casa, tras la merienda, siguieron las preguntas. En el libro de texto de literatura, a la hora de hablar de Rafael Alberti, se decía que estaba en el exilio. De García Lorca y de Miguel Hernández se daban las fechas de sus muertes, que no las circunstancias.
Palabra compleja y hasta misteriosa la de exilio, una suerte de limbo de los vivos, pues tampoco se decía en qué país quedaba aquello. Libros de aquellos tres autores, cuyos poemas hablaban de sentimientos y realidades, no se sabía bien si ocultas o lejanas. Aquello me dejó una cierta desazón.
Aquello y también las preguntas que me había hecho en el semáforo tras salida del colegio. Hasta entonces, no me había asomado gran cosa a la poesía. Hasta entonces, la vida era, sobre todo, juego, más el cumplimiento del deber relacionado con los estudios y normas que nunca me había costado mucho seguir. Hasta entonces, los sueños guardaban relación sobre todo con las películas y con el fútbol. Ser el bueno de la película, sobre todo, en las del Oeste y, jugando al fútbol, radiar el partido sintiéndose Pereda o Gento, Rifé o Amancio, Gallego o de Felipe, Sol o Tonono, Iríbar o Betancourt, Reina o Sadurní, dependía del puesto, y, por supuesto, también Alarcia, guardameta del Oviedo.
Pero las cosas habían cambiado. La música, no la que se escuchaba por la radio, pedía paso, determinadas canciones se metían en vena. ¿Qué canciones? A veces, las que hablaban de sueños. A veces, las que tenían un ritmo que nos situaban de lleno en la melancolía. A veces, las voces que tenían tal magia que obraban el prodigio de conquistas amorosas delirantes.
Entre Santa Susana y Marqués de Santa Cruz. No sólo el cine, no sólo el fútbol, no sólo el pio campo. No sólo sueños de película del oeste. Ante todo y sobre todo, ellas. Ante todo y sobre todo, aquellas chicas que iban y venían por las mismas calles, a menudo, con uniforme.
¿Cómo se podía llegar a ellas? ¿Qué decirles, cuando no había por el medio presentaciones ni, en apariencia, personas conocidas en común? ¿Cómo llegar y qué decir sin provocar algo peor aún que el rechazo, el ridículo? ¡Qué dialéctica aquella entre el pánico a hacer el ridículo que atenazaba y la necesidad de hablar, de escuchar sus voces, de mirarlas a los ojos mientras las supuestas conversaciones se llevaban a cabo!
Entre Santa Susana y Marqués de Santa Cruz. A veces, con un pitillo por el medio, entre la salida del colegio y la vuelta a casa. Y, siempre, viéndolas o imaginándolas, viéndola o imaginándola.
Y, en algún momento, en la soledad más absoluta de la habitación, cuando las tareas de estudio se habían quedado atrás, escuchando determinadas canciones por medio de aquel bendito tocadiscos que, contra mi voluntad, tenía que escuchar muy bajo para no molestar.
Entre santa Susana y Marqués de santa Cruz. Soñar que íbamos juntos al cine, que tatareábamos la misma canción, que dábamos paseos idílicos conversando entre balbuceos, en los que la timidez mutua que asomaba tenía su ternura y su tersura.
Y, frente a casa, cruzarme con ella, ponerle nombre y circunstancias y regalarnos discos y paseos. Y, sobre todo, promesas, promesas de ensueño.
Dolían, sí, los trece años. Pero, a pesar de eso, abrían sueños de película acompasados por los ritmos de canciones memorables.
Se contaba que habíamos visto llover en su ausencia. Y su presencia, ficticia, daba paso a lo mejor, a lo jamás soñado.