“El retirarse no es huir, ni el esperar es cordura cuando el peligro sobrepuja a la esperanza”. (Miguel de Cervantes).
Podría decirse que nos conocimos una manifestación contra la LAU (Ley de Autonomía Universitaria, que se planteó siendo González Seara ministro de Universidades). Podría decirse, pero con matices, porque, en realidad, habíamos coincidido ya en una asamblea en la antigua Facultad de Filología e Historia en la plaza Feijoo. Lo que sucedió en aquella manifestación fue que, al habernos visto ya, nos saludamos por vez primera. Y caminamos juntos por las calles de Oviedo en aquella manifestación que terminó en lo que entonces se llamaba Facultad de Derecho y que hoy tiene el nombre de Edificio Histórico.
La manifestación, como digo, concluyó en el claustro del edificio de lo que es nuestra Alma Máter. Ya habíamos cambiado impresiones en las pausas que había entre consigna y consigna. Ella estudiaba historia (entonces se decía “historias”: ya se sabe, ante todo la pluralidad). Y, más que estar en contra de la LAU, cuyo texto íntegro desconocíamos, se consideraba que una ley emanada de la UCD, que además había sido muy mal recibida por un colectivo entonces muy cercano al estudiantado, el de los llamados “penenes”, colectivo del que, años después, alguien dijo que habían sido “los alféreces provisionales de la democracia”, una ley con esa carta de presentación no podía ser buena y había que manifestarse contra ella, tocaba hacer bulto una vez más en la escenificación de las protestas y no nos negamos a ello.
Fue el caso que, como dije, la manifestación terminó en el claustro del llamado Edificio Histórico. Fue el caso que, una vez disuelta, nos sentamos a charlar bajo la estatua de Valdés Salas.
Como dije, ella estudiaba historia, ya estaba en los últimos años de carrera y le interesaba sobremanera el siglo XIX español. Hablamos de ello. Por supuesto, también de Larra. Y me contó que sentía una especial admiración por Francisco Umbral, al que, siguiendo los tópicos de entonces, consideraba que era el Larra del siglo XX.
En un momento de la conversación, sacó de su capacho unas cuartillas, y me comentó que, si no me importaba, le iba a escribir una carta a Umbral, algo que hacía con relativa frecuencia, dirigiendo sus misivas al diario “El País” en el que el autor de “Mortal y Rosa” publicaba un artículo cada día.
Por supuesto, su admirado literato no le contestaba. Sin embargo, mi compañera de manifestación creía que Umbral, en algún artículo, hacía alusiones más o menos veladas a determinadas cuestiones que ella le decía en su cartas. Umbral le servía como un confidente lejano al que contaba sus reflexiones y lo más destacado de su día a día. Y, de paso, tal correspondencia le resultaba útil para hacer continuas digresiones sobre aquel siglo que la fascinaba.
Allí estábamos a última hora de la mañana, próxima ya la hora de ir a comer. El cielo estaba muy despejado. Tras una mañana luminosa, el sol resultaba muy agradable y, a pesar de no movernos mientras charlábamos, no hacía frío.
Recuerdo que le hablé a mi interlocutora, a propósito de la LAU, del que era ministro entonces de Universidades, de González Seara. Había leído en su momento artículos suyos en la revista “Cambio 16”, un semanario que siempre estará ligado a la pasión por la política que en nuestra generación se despertó en los últimos años del franquismo y en los primeros años de la llamada transición política, y, desde luego, yo consideraba que no podía tratarse de un ministro reaccionario, aunque entonces el predicamento de “los penenes” me impedía oponerme a sus postulados.
No recuerdo bien a cuento de qué, pero hubo un momento de nuestra conversación en el que salió a relucir Joan Manuel Serrat. Aún no había sido publicado su disco titulado “En Tránsito”, pero faltaba poco tiempo para ello. Al cantautor catalán lo admirábamos –y mucho- por la música que le había puesto a memorables poemas de don Antonio Machado.
A decir verdad, aunque la manifestación contra la LAU acababa de concluir, aquello nos empezó a resultar ya lejano, como un episodio que no dejaría ningún poso indeleble en nosotros.
Estábamos en una dinámica muy distinta, hablando de nuestros autores preferidos, de la música que más escuchábamos, de los asuntos cotidianos de la Universidad, del marxismo que, sin haber desaparecido, no podía cortar el paso a otros “ismos” como el estructuralismo que, sobre todo en Filología, imperaba.
Mi interlocutora seguía con su siglo XIX, como la referencia con la que comparaba el devenir presente. Y hubo un giro de la conversación en el que, a propósito del siglo XIX, recordamos que la estatua de Valdés Salas que teníamos sobre nosotros, se había erigido allí, en los primeros años del siglo XX, concretamente, en 1908.
¡Qué lejos quedaba aquella figura histórica que había fundado nuestra Universidad, del siglo XIX en cuya segunda mitad había destacado Clarín! Y, a propósito de Clarín y de la novela decimonónica, estuvimos completamente de acuerdo en el hecho de que, para conocer aquella centuria, era imprescindible leer a fondo sus grandes novelas.
Al final de la conversación, nuestro principal punto de encuentro fue Clarín, fue la ya legendaria edición de bolsillo de “La Regenta” que había publicado Alianza Editorial y que cada año volvía a reeditarse.
Me atreví a sugerir a mi interlocutora que, en sus misivas a Umbral, le hablase también de Clarín y de “La Regenta”. Aceptó con entusiasmo mi propuesta. Y quedamos en que me contaría no sólo lo que le iba a escribir a Umbral sobre la novela de Clarín, sino también las alusiones que pudiera encontrar en sus artículos como vago eco a su voz escrita.
Al final, la LAU tuvo su importancia. Al final, aquel día no llovió en Vetusta.