«La literatura es como una cerilla en medio de la noche. No ilumina apenas nada, pero nos permite ver cuánta oscuridad hay alrededor.» (Wiliam Faulkner).
Hablo de aquel periodo de la vida, tan corto, en la que los mayores nos llevaban de la mano. De aquel periodo de la vida posterior al cochecito del bebé y anterior a ese otro en la que, aunque acompañados, ya caminábamos sueltos por calles y caleyas.
Hablo de aquel periodo de la vida en la que nos acompañaban por el Campo de San Francisco, cuando Petra estaba en su jaula y formaba parte del paisaje, cuando en varios rincones del parque los barquilleros nos alegraban el momento y el día, cuando el tonel, con aquella especie de ruleta encima, formaba parte de la magia nuestra de aquel tiempo.
Recuerdo una tarde en la que iba acompañado por mi padre. Cruzamos el Campo de San Francisco desde la parte de arriba. Y creo que fue en el Paseo del Bombé, cerca de la Fuente de las Ranas donde estaba el barquillero. Me atrevería a asegurar que le pedí permiso para girar aquella especie de ruleta. Y, al instante, el buen hombre levantó la tapa del bidón. Me preguntó si quería una galleta o un barquillo. Y tengo que confesar que, estando absorto en la magia que para mí había supuesto el ritual del giro de la ruleta, o bien tardé en responder, o bien lo hizo mi padre por mí. Al final, me compró las dos cosas.
Y, fíjense, yo me quería creer que mi padre me había comprado el barquillo y que, sin embargo, la galleta me había tocado como quien juega a la tómbola, esto es, gracias a la “ruleta” que había girado.
Y estaba embebido, ensimismado, recordando aquello. Porque lo cierto fue que, en el momento mismo en que puse a girar la ruleta, cerré los ojos, sin querer mirar dónde se detendría, recordando la ruleta de los juegos reunidos que había en casa y que tanto me gustaba.
Algo me sacó de mi ensimismamiento, fue un niño que corría en busca de su globo, esperando el momento en que descendiese para poder cogerlo. Su madre lo miraba con sonriente ternura. Pero el niño expresaba en sus ojos el miedo que tenía a que su globo pudiese romperse, sin aire, al tocar tierra.
El globo era azul, el niño lo rescató, tras dar un pequeño salto, en zona verde. No pudo tener mejor parada, ni más suave, ni más alfombrada. El niño abandonó corriendo el césped y agarró con mayor fuerza el globo que la mano de su madre. Estoy por asegurar que no lo soltó al menos hasta que llegó a su casa.
Tras aquel episodio, ya me había comido el barquillo y se me presentó un gravísimo dilema. No acababa de decidirme a dar cuenta de la galleta, no porque no me apeteciese, sino por enseñársela a mi madre para mostrarle lo que creía haber ganado con aquella especie de ruleta. Al final, opté por esperar a llegar a casa y celebrar allí el premio que quería creer que me había tocado.
Aquello sucedió en los últimos días de junio, en una de esas tardes que anuncian el verano, en una de esas tardes que, aun disfrutando de Oviedo, deseaba llegar a Lanio y disponer allí de mayor voluntad de movimiento y de todos mis juguetes, especialmente, del balón, enemigo mortal de las plantas y rosales del patio de la casa que tanto cuidaba mi madre, que se desesperaba cada vez que el balón las golpeaba.
Una tarde de últimos de junio, digo, con la explosión primaveral en el césped del Campo de San Francisco, explosión de margaritas, con la hoja de la arboleda pletórica y en su mejor momento.
Pero yo seguía recordando al barquillero, a su bidón, a su ruleta, a sus galletas, a sus barquillos. Podría decirse que para mí era lo más parecido a un mago benefactor. Podría decirse que era el artífice de una magia que a mí me emocionaba.
Ni siquiera había oído su voz, no porque no hubiese hablado, que lo hizo, sino porque en aquel ritual de magia que viví en mis adentros, no me llegaban ni me podían llegar ni los ecos ni las voces, ni las voces, ni los ecos.
Dentro del bidón, los barquillos y las galletas. Por afuera, la ruleta dorada, que, con girarla, se abría la posibilidad de que en sus adentros se oyesen las palabras mágicas, aunque nunca se llegasen a pronunciar.
Bien mirado, el sortilegio no podía ser mayor. Bien mirado, la carga simbólica que tuvo aquel episodio fue gigantesca, si bien de esto último llegué a darme cuenta al cabo de unos cuantos años.
Verán ustedes: cuando el republicano arriba firmante se enteró de que los Reyes (magos) eran los padres, no pude no recordar este episodio, dándome cuenta de que con aquella galleta del barquillero había pasado lo mismo que con los regalos de cada 6 de enero: la galleta referida, como también los juguetes que ponían júbilo al final de las navidades, llegaban a nosotros a través del dinero de nuestros padres. La diferencia, tan unamuniana, entre lo que creemos y lo que queremos creer.
Lo cierto es que la noche del 5 de enero en la que tuve la certeza absoluta de que los reyes eran los padres evoqué con ternura el episodio que acabo de relatarles. Y me sirvió de consuelo. Se lo aseguro.